DEPORTES › OPINION

Garganta destruida

Desde Hamburgo
Por Juan José Panno


Queridos compatriotas, hermanos y hermanas, hinchas argentinos. Mezcla rara de polizontes en viajes en tren de carga con ejecutivos de película de entrada comprada por internet, veteranos de mil batallas y doncellas de carita pintada debutante en estas cuestiones, turistas ocasionales, gente que gastó lo que no tenía para cumplir el sueño, residentes en Alemania y países vecinos, atorrantes, señoras de medio pelo, señores de toda la tela, igualados todos en la vista general por la camiseta, el gorro, la bandera o la vincha celeste y blanca. ¿Cuántos eran? Ocho mil, diez mil, difícil precisarlo. La mayoría ocupó un tercio de media tribuna cabecera, y una parte de la tribuna lateral contigua. En un policromático estadio con capacidad para 50 mil personas dominaban las manchas con los colores argentinos, eran muchas más que las verdes o naranjas, que representaban al rival. No cantaron aquello de “somos locales otra vez”, pero lo eran. Desplegaron eso sí, casi todo el repertorio de los cantos que acompañan a la selección en cualquier parte: “Vamos vamos, Argentina/vamos vamos a ganar”. “No me importa lo que digan, lo que digan los demás, yo te sigo a todas partes.” “Volveremos volveremos/ volveremos otra vez /volveremos a ser campeones /como en el ’86.” “Olé, olé, olé/ cada día te quiero más.” Y por supuesto, de tanto en tanto, el más clásico de todos: “El que no salta es un inglés”.

Cada vez que cantaba eso, algún movimiento se percibía en casi todos los sectores de la cancha, con la única excepción de la tribuna de prensa.

Los hinchas de cepa futbolera eran mayoría, a juzgar por la reacción de indiferencia generalizada cuando desde el otro lado circulaba la ola. El movimiento se cortaba cuando llegaba a los hinchas de celeste y blanco demasiados preocupados en hacer fuerza para que Abbondanzieri no se mandara ninguna macana o que Román metiese por fin alguno de sus estiletazos. Cantaron y alentaron todo el partido, mantuvieron un tenso silencio, revolearon las camisetas y los pullóveres cuando llegó al final.

Ahí se juntaron en el festejo largo el pibe que llegó a dedo, el Tula –que aseguró que vinieron pocos barrabravas, aunque había un centenar con mayoría de Borrachos del Tablón riverplatenses; y que los canallas y los leprosos andaban todos juntos–, los que pagaron 45 euros en una entrada por derecha y hasta 700 en una de la reventa a último momento, los manzaneros de Villa Regina que calculan invertir diez mil euros hasta el final del torneo, y no le deben andar muy lejos si se considera que un hotel de cuatro estrellas cuesta entre 150 y 200 euros por noche, que una buena cena con vino y postre no baja de los 50 euros, que el alquiler de un auto mediano demanda un gasto de 150 euros por día y a todo eso hay que agregar los extras, las camisetas, los souvenirs del Mundial y las pastillas para la garganta destruida por el grito de los goles.

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Pekerman se la pasó dando indicaciones.
 
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