EL MUNDO › TEMAS DE DEBATE: LA CRISIS GRIEGA Y SU IMPACTO GLOBAL

Tiembla el Partenón

Grecia está al borde del default y el recorte fiscal para tratar de evitarlo provoca cada vez más resistencias. Los especialistas analizan qué consecuencias genera un estallido para la Unión Europea.

Producción: Tomás Lukin

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Un chivo expiatorio

Por Demián Dalle y Enrique Aschieri *

El talante de la información que corre afirma que el posible default griego arrastraría a los mercados globales a un nuevo desastre. El oráculo de Delfos no ahorra malos presagios, pero palpando el tamaño muy menor de la economía griega y, en términos relativos, sus apocadas acreencias en serio entredicho, no deja de sorprender cómo tan poco podría hacer tanto daño.

El PIB griego sólo representa el 3,3 por ciento de la Unión Europea (UE). Las deudas del país, pronosticadas impagables, duplican ese guarismo. Entonces, con respecto al agregado monetario más amplio de la UE –que incluye activos a realizarse a muy largo plazo– andaría más o menos por la mitad. Grecia tiene 11 millones de habitantes, 6 millones de los cuales constituyen la Población Económicamente Activa, 2,66 por ciento de la UE, que tiene una PEA de 225 millones de personas. Su sector público representa 40 por ciento del PBI y la actividad principal es el turismo. La tasa de desempleo griega pasó del 7,7 por ciento en 2008, al 9 por ciento en 2009 y su PIB cayó 2 por ciento. En 2009, Grecia exportó por 21 mil millones de dólares e importó por 64 mil millones de dólares, arrojando un déficit total de 43 mil millones de dólares. Sus principales socios comerciales son Alemania y Francia.

Frente a estas cifras casi insignificantes, ¿por qué tanto ditirambo del Apocalipsis? Al contrario, si la crisis griega, gracias a los dioses del Olimpo, se sorteara sin inconvenientes, ¿dejaría la economía mundial de estar bajo asedio? No, claro que no. Y en la respuesta a ese interrogante está la clave del asunto, que pone en juego cuestiones políticas propias de la UE con las de Estados Unidos y condicionan la salida.

Cualquier miembro de la UE se podría definir como un semipaís. Ni dejó de serlo ni continúa siéndolo como antes. Entonces, para enfocar mejor el análisis, se podría argumentar que, respetando algunas distancias, su situación sería como la de alguna provincia argentina que enfrentara la cesación de pagos. De ahí a que Alemania y Francia vayan en auxilio sin más, media toda la problemática de no ser del todo pero haber dejado de ser algo.

Las contradicciones, entonces, arrecian. Los electorados, remisos a cualquier rescate, no sopesan el impacto sobre el euro. Tampoco que ante una caída griega el nivel de actividad alemán y francés sufrirá, por ser estos dos países los beneficiarios del déficit comercial de Grecia. Además, si se ajusta, el desempleo griego será alto por un tiempo, pero luego los trabajadores emigrarán hacia otro territorio de la UE, al igual que el capital que pueda hacerlo a causa de los altos impuestos. Se podría especular que en una de las salidas potenciales, a Grecia le esperaría el porvenir de ser un territorio pobre en un espacio rico, nada muy inédito si se considera cómo se localizó la actividad económica en la acumulación a escala mundial de dos siglos a esta parte.

El problema griego en sí es menor. Es un problema para sí y para los otros –en particular, España, Italia, Portugal, Irlanda y quizá Bélgica, con marcadas diferencias entre ellos– porque la crisis iniciada en los Estados Unidos estropeó la economía global, incluida la sicalíptica actuación de los grandes bancos estadounidenses, responsables de que el endeudamiento griego descarriara.

Es normal que en una federación algún territorio derrape, tanto como que los hermanos mayores lo rescaten y encuadren. Es anormal que se expandan noticias donde se lo muestra como intratable. En las crisis financieras, todo lo que sucede es que algunas personas pierden plata. No acarrean problemas económicos, siempre y cuando no se lesione el motor productivo para solucionarlas. Grecia necesita tasa y plazo. Y la UE está en perfectas condiciones de darlas.

El punto es que al salvar a Grecia se salvan los bancos estadounidenses y la UE no quiere pagar sin vueltas esa factura. Ni de cerca ni de lejos está comprometida la integración europea. Lo que está tallando es el equilibrio de poder UE-Estados Unidos. En el ínterin, las aguas del Estigio, el Aqueronte y el Cocito se tiñeron de toneladas de tinta de analistas que en Grecia buscan las musas para hacer potable el ajuste fiscal en Estados Unidos –subir tasas de interés, aumentar el desempleo– y también de los que se oponen a ello. Por estos pagos, en tanto, los siempre listos se apuran a descalificar la “irresponsabilidad” de allá para alentar el ajuste acá, no sea cosa que tengan que pagar más impuestos. Grecia es un chivo expiatorio que en sí misma no mueve el amperímetro. El caballo de Troya –esta vez involuntario– ha vuelto a cabalgar.

* Economistas y coordinadores del Departamento de Comercio Internacional de la SID-Capítulo Buenos Aires.


Castillo de naipes

Por Andrés Lazzarini *

La crisis por la que está atravesando la zona euro, y de la cual no parece haber aún un camino de salida, puso en discusión el significado de la integración europea. Una mirada en perspectiva histórica del proceso de integración podría ayudar a comprender algunas de las fallas originarias de la unión.

Los procesos de integración económica comprenden, esencialmente, tres etapas. La primera es la mercantilista o de autarquía, donde cada país desarrolla e integra sus mercados puertas adentro, cerrando completamente cualquier tipo de vínculo internacional. El trabajo y el capital circulan entre diversos sectores económicos dentro de los límites territoriales de cada nación.

La segunda etapa es la del comercio internacional. Cada país encuentra beneficioso –dado el conocimiento tecnológico– especializarse en las actividades relativamente más productivas, concentrando en ellas sus recursos nacionales, mientras que satisface con producción importada parte de su demanda. David Ricardo demostró que el comercio internacional sólo es posible cuando los precios internacionales difieren de los costos nacionales, siempre que los trabajadores y capitalistas (cuyo capital consiste en los salarios del trabajo) no pueden competir a nivel mundial. En esta etapa, la división del trabajo puertas adentro conduce a un aumento de la productividad mundial respecto de la fase mercantilista.

La tercera es la integración supranacional. Tanto el trabajo como el capital de un país pueden desplazarse hacia otro, de modo de aprovechar las ventajas absolutas que el segundo goza sobre el primero. David Ricardo no pudo prever cómo esta fase se hubiera desarrollado completamente, pero fue capaz de imaginar un ejemplo de integración mundial en la cual Portugal (el país, en el ejemplo, con mayores ventajas absolutas en todos los sectores) atrae todo el trabajo y capital, conduciendo a Inglaterra (con menores ventajas absolutas) a la desindustrialización. En esta tercera fase se forma un mercado interno supranacional y la productividad global aumenta con respecto a la fase anterior.

La experiencia de la Unión Europea confirma esta caracterización del proceso de integración. Inmediatamente después de la segunda posguerra Europa había vuelto a la fase mercantilista, con una caída drástica en el comercio internacional. Más tarde, con la ayuda del Plan Marshall y la creación del Mercado Común (1957), pudo reestructurar sus industrias y superar los niveles de productividad respecto de los niveles de posguerra. Finalmente, la tercera etapa se abrió paso con la firma del Acta Unica Europea (1986), que estableció la libre circulación de mercancías, servicios, trabajo y capital, y con el Tratado de Maastricht (1991), que estableció la unión económica y condujo a la creación del euro.

Sin embargo, a casi diez años de la implementación del euro, los problemas estructurales de los países más “débiles” (Grecia, España, Portugal, Italia e Irlanda) indican que el mercado interno supranacional está muy lejos de haberse completado. Asimismo, aún persiste la divergencia en los niveles de competitividad en Europa. Ahora bien, los problemas estructurales de la periferia europea son anteriores a la firma del Tratado de Maastricht, y no un resultado directo de la moneda única. En efecto, la implementación del euro profundizó los problemas de fondo: según el Consenso de Bruselas, que impone un “gobierno mínimo”, los países periféricos europeos deben aumentar la productividad para atraer empresas multinacionales, y lidiar, así, con la competencia de los “fuertes” ante la que se ven expuestos por la imposición del euro. Para ello se hace indispensable la atracción de capitales mediante altas tasas de interés.

Volviendo al ejemplo de Ricardo, una vía para evitar la desindustrialización de Inglaterra podría haber sido la integración con Portugal, en la cual ambos países pudieran crear y destinar fondos supranacionales para el desarrollo regional, la cohesión social, el aumento de la productividad y la nivelación de los costos laborales – desafíos que implican una coordinación real de las políticas económicas de los países miembro–. Sin embargo, en línea con la ortodoxia económica corriente, las autoridades europeas apostaron con pleno convencimiento a la dinamización de la libre circulación de las “cuatro libertades” a través de la creación del euro a tasas de cambio fijas, relegando a un segundo plano la coordinación de políticas para el crecimiento y el empleo regionales (el Proceso de Lisboa, 2000, quedó sólo en promesas incumplidas). Entonces el euro se convirtió en un chaleco de fuerza para la economía de la UE, que profundiza –políticas de ajuste mediante– los problemas estructurales de los más débiles y las diferencias entre éstos y los fuertes de la región (como Alemania y Francia).

El dilema que deberá afrontar la UE es: o Bruselas decide ensuciarse las manos para encontrar una solución política institucional que cimente las bases para una integración más solida y homogénea, abandonando el monetarismo del BCE, o bien continúa creyendo que a costa de más ajustes es posible sostener este castillo de naipes. Tristemente, la discusión actual del salvataje financiero que el Eurogrupo y el FMI negocian con Grecia muestra la decidida renuencia que reina en Europa para discutir sus problemas de fondo en una perspectiva distinta de la impuesta por la ortodoxia del pensamiento económico dominante.

* Docente de la Universidad de Alicante, España.

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