EL PAíS › OPINIóN

Lo crudo y lo cocido

 Por Ricardo Forster *

Hay ciertos momentos en la vida política de un país, momentos extraños y sugerentes, en los que los diversos personajes que ocupan lugares destacados no ocultan sus intenciones. Sus intervenciones públicas son elocuentes y la lógica de sus intereses se pone inmediatamente de manifiesto. Esos momentos están signados, casi siempre, por la gramática de la conflictividad, gramática que lejos de ser antagónica con la democracia constituye uno de sus núcleos principales, la posibilidad de hacer públicos, de ofrecer con claridad, distintos proyectos de sociedad y de país en un momento histórico caracterizado por las profundas desigualdades y asimetrías sociales. Momentos en los que las palabras vuelven a adquirir significaciones intensas y en los que se desvela aquello que busca ocultarse; momentos en los que los actores van definiendo sus posiciones y, por más que algunos intenten camuflarlas, acaban por exponer lo que guardan en su interior. Momentos en los que las ideologías regresan y en los que algunas cosas pueden volver a ser dichas por sus nombres. Es el tiempo en el que la política puede volver a encontrarse con sus derechas y sus izquierdas, en el que la confrontación atraviesa de lleno la cuestión de la igualdad y de la distribución de la renta.

Pero –y eso se vuelve evidente al analizar lo que los medios de comunicación más poderosos y concentrados suelen recortar y mostrar de la realidad– es muy difícil que aquello que se denomina la opinión pública sepa exactamente cuál es el núcleo duro de esos intereses, en especial cuando son el producto de la defensa de un sector privilegiado que defiende a rajatabla su “derecho” a apropiarse de la mayor parte de la renta. En la actualidad argentina podemos reconocer, casi sin subterfugios, cómo se ponen en evidencia los objetivos de la oposición sin que la mayor parte de sus actitudes destituyentes sea recogida por la prensa como lo que efectivamente son: acciones destinadas a horadar a un gobierno democrático que se enfrenta a esos mismos intereses que hoy se organizan y expresan alrededor de la alianza agromediática. El fantasma de una democracia corporativizada merodea las pesadillas del presente allí donde podemos ver de qué modo se intenta legitimar un modelo de país profundamente regresivo que busca apoyarse en esa alianza que hoy se ofrece como columna vertebral de la oposición.

Basta leer la tapa del diario Clarín para reconocer de qué modo se toma partido: la actitud hostil y beligerante de las entidades que representan a las patronales agrarias, actitud que no acepta la lógica del diálogo y de las diferencias sino que intenta simplemente imponer sus condiciones buscando sencillamente la capitulación gubernamental, es presentada como una mera discrepancia ligada a la tozudez de un gobierno intolerante que no comprende las necesidades del “campo”. El lugar de la beligerancia está, en la argumentación del multimedia Clarín, pura y simplemente del lado de Cristina Fernández y de su “exaltado” marido.

En esa misma edición resalta la marcha por la seguridad convocada por un arco variopinto de lo que genéricamente podría definirse como una derecha ideológica transformándola en una convocatoria apolítica y vecinal que tendrá como principales oradores a un sacerdote católico y a un rabino que, para cualquiera que esté mínimamente enterado, expresan una visión reaccionaria y conservadora ligada a una oposición cada día más agresiva, pero que para los autores de la nota son simplemente pastores de almas preocupados por la inseguridad. Cuando al multimedia le interesa, desideologiza el acontecimiento transformándolo en expresión de una ciudadanía justamente preocupada por la inseguridad.

En un costado menor, casi invisible, en el diario que dice expresar lo que la gente piensa y siente, ser algo así como la quintaesencia de la opinión pública, se informa, casi al pasar y restándole todo importancia, que ese día –estamos situados en el miércoles 18, en la ciudad de La Plata– el gobierno nacional presentará oficialmente el proyecto para ser tratado en el Congreso de una nueva e imprescindible ley de medios audiovisuales que venga a reemplazar, ¡por fin!, a la que nos rige desde los siniestros años de la dictadura.

Para los diseñadores/ideólogos del grupo empresarial esa noticia es irrelevante no porque efectivamente lo sea, sino porque viene a poner en cuestión su discrecional aprovechamiento de esos resquicios legales que le han permitido desplazarse con absoluta libertad por el amplio arco de los medios de comunicación transformándose en una empresa cuasi monopólica que maneja, al mismo tiempo, medios gráficos, radiales y televisivos, en sus diversas modalidades. Lo dicho y mostrado nunca es inocente, nada más lejos de la virtud y de la objetividad que la tarea de diseñar la tapa o el interior de un diario o el montaje de nuestros noticieros-espectáculo que suelen “programar” la realidad con la que se topan los ciudadanos-consumidores.

En una sociedad profundamente atravesada por los lenguajes massmediáticos resulta fundamental discutir de qué modo y bajo qué intereses se despliega ese mismo lenguaje. Ya no se trata, si alguna vez eso sucedió, de empresas independientes que persiguen la objetividad informativa, ni de periodistas transformados en héroes que salen al rescate de una sociedad civil inerme ante el totalitarismo estatal; se trata, de un modo más simple y banal, de corporaciones empresariales que defienden posiciones ideológicas e intereses político-económicos. Por eso, sus recursos técnicos, su capacidad de construcción de la escena “real” constituyen las herramientas fundamentales a la hora de producir aquello que denominan “opinión pública”. Como han señalado el sociólogo brasileño Emir Saer y Nicolás Casullo, los medios de comunicación, en sus versiones concentradas, constituyen hoy, en nuestro continente, el eje de las políticas neoliberales, su verdadera continuación allí donde tienen la enorme capacidad de fijar los paradigmas culturales que instituyen las actuales formas de subjetividad dominantes. Han sido –y siguen siendo– la verdadera oposición a los gobiernos progresistas que, desde hace unos años, intentan cambiar la historia de una región brutalizada por las políticas más crudas del neoliberalismo.

No es menor la batalla que se da alrededor de esos lenguajes, entendiendo que las últimas décadas estuvieron signadas por una profunda transformación económico-cultural-técnica que modificó prácticas y valores, modos de ver el mundo y de concebir la vida en sociedad. No es casual que ante una crisis inédita del capitalismo especulativo-financiero no se perciban, todavía, las respuestas político-culturales alternativas allí donde la dimensión ideológica del neoliberalismo, su enorme capacidad para conquistar conciencias y redefinir estilos de vida, sigue ejerciendo su poderosa capacidad de reconfiguración de los imaginarios sociales. Se puede derrumbar Wall Street, pueden quebrar los principales bancos del mundo, lo cierto es que la sensibilidad cultural sigue presa de los valores desplegados por los cultores de la economía de mercado. Y uno de los principales vehículos para conquistar el alma de las sociedades ha sido el universo del negocio comunicacional estructuralmente ligado, también, a la industria del espectáculo.

Democratizar la comunicación, hacerla accesible a cooperativas y organizaciones no gubernamentales, constituye un paso decisivo para mejorar la calidad institucional tan exigida por la oposición que, sin embargo, se opone furiosamente a promulgar una ley calificada por el senador radical Gerardo Morales, sin siquiera haber leído el proyecto pero imaginando su contenido, como un intento por chavizar la Argentina. La oposición pone de manifiesto el verdadero límite de su visión de la democracia allí donde se embandera con los intereses de la corporación mediática en asociación, como si no alcanzara con eso, con la defensa de nuestros gauchócratas y la connivencia con sectores nostálgicos de la “paz de los cementerios” que rigió los destinos del país bajo el reinado del terror dictatorial y que hoy se montan sobre la política del miedo para acicatear la protesta de una ciudadanía que se dice desprotegida por el Estado y víctima de la delincuencia. Voces que vienen de un ayer oscuro y voces que, en el hoy, expresan un nuevo giro criminalizador de los pobres y de la pobreza. Voces que reclaman mano dura, disciplinamiento social, regreso del servicio militar (ese mismo que fue eliminado después del caso Carrasco y que es reivindicado como una especie de gigantesco reformatorio al que deberían ir a parar los jóvenes pobres y marginales) y que sueñan con trazar un gigantesco mapa de la inseguridad que permita la construcción de los muros de la exclusión.

Por eso no nos sorprende el silencio cómplice de ciertos periodistas de éxito, aquellos que suelen ocupar las principales radios en los horarios pico, cuando suelta de cuerpo la dirigente de la Coalición Cívica, Elisa Carrió, lanza una frase como la siguiente: “Las únicas elecciones que se van a adelantar no son las que desean los Kirchner, la de legisladores, sino las presidenciales”. Todo está dicho en esa frase. ¿Es necesario todavía insistir con lo de “clima destituyente”? Que opinen los lectores.

* Doctor en Filosofía, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

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