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Inseguridad y política

 Por José Natanson

Los episodios de inseguridad de la semana pasada reactualizan el debate sobre la baja de la edad de imputabilidad, la responsabilidad penal de los menores de edad y las penas que se aplican. Como una plaga, el tema desaparece y vuelve de tanto en tanto, con matices según el momento y el debate político-electoral. Para no aburrir al lector con los argumentos de siempre, algunos datos concretos y el repaso de experiencias en otros países, que quizás ayuden a echar un poco de luz sobre la cuestión, para finalizar con un comentario sobre sus efectos electorales.

Veamos.

Populismo penal

En primer lugar, no hay evidencia que indique que un endurecimiento de las penas reduce la inseguridad. Las experiencias que suelen mencionarse como exitosas –básicamente la “tolerancia cero” en Nueva York– deben ser puestas en contexto. En el caso concreto de la política liderada por Giuliani, hay que considerar también la prosperidad económica registrada en los años de Clinton, las medidas de contención social implementadas paralelamente y hasta los patrones de consumo de droga (el reemplazo del crack por la heroína, con efectos más atontadores y prolongados y menos generadores de violencia, tal como muestra crudamente la serie The Wired). En América latina, el ejemplo más claro del fracaso de este tipo de propuestas de populismo penal es Centroamérica. En la subregión, la tasa de homicidios duplica la latinoamericana, con casi 50 por cada 100 mil habitantes según la Organización Panamericana de la Salud. Para remediarla, los gobiernos recurrieron a una secuencia de respuestas represivas de nombres realmente espectaculares: en El Salvador, tras el fracaso del Plan Mano Dura, el gobierno lanzó el Plan Súper Mano Dura, y luego postuló como candidato a presidente a un ex jefe de policía, que afortunadamente fue derrotado; en Guatemala, el presidente diseñó el Plan Escoba, para frenar una supuesta invasión de mareros que, sin embargo, no alcanzó para detener el ascenso del líder de la tolerancia cero, Otto Pérez Molina, un ex general del ejército que quedó en segundo lugar en las elecciones del año pasado; en Honduras, el candidato del Partido Nacional, Porfirio Lobo Sosa, elaboró una propuesta de combate a la delincuencia que denominó Puño Firme, gracias a la cual estuvo cerca de triunfar en las elecciones del 2005.

Y todo esto junto a una serie de leyes represivas sancionadas con el soplo en la nuca de una opinión pública aterrorizada. En los tres países centroamericanos mencionados, la edad de imputabilidad se redujo a los 12 o 13 años. Y hay más: en Honduras, el Código Penal fue reformado en el 2004 para incluir penas de hasta diez años de prisión por el solo hecho de llevar un tatuaje identificable con una pandilla. El cuadrito incluido a continuación demuestra que no existe una correlación directa entre la edad de imputabilidad y la tasa de homicidios.

Pero el problema no es sólo centroamericano. México tiene 500 mil policías, es decir 4,8 por cada 100 mil habitantes, tres veces más que Canadá, donde la tasa de homicidios es seis veces menor. En Brasil y Colombia, la delincuencia es la principal causa de muerte de jóvenes y, si se tienen en cuenta sólo los jóvenes negros varones pobres, los números se asemejan a los de una guerra civil. Finalmente, hay algunos aspectos de la inseguridad que muchas veces no se consideran, pero que ciertamente forman parte del fenómeno: en Paraguay, la pena por golpear a una mujer puede evitarse pagando una simple multa. De hecho, corresponden más años de cárcel por matar a una vaca que por pegarle a una esposa.

Comparar con los países nórdicos siempre es complicado: salvo el clima, todo es mejor allí. Pero el ejercicio siempre es tentador: Finlandia tiene menos policías por habitante que cualquier otro país del planeta, poquísimos presos –sólo 3 mil– y, al mismo tiempo, una de las tasas de homicidios más bajas del mundo: dos por cada 100 mil. Dinamarca, con un enfoque similar, presenta una tasa de homicidios de 1,1, Noruega 0,9 y Suecia 1,2. En San Marino, pequeña república europea, hay, en total, un solo preso. En todos estos casos, la tasa de homicidios es entre 4 y 6 veces inferior a la de Estados Unidos. De hecho, Estados Unidos es el país desarrollado más inseguro del mundo y el que tiene más presos: 648 por cada 100 mil habitantes, diez veces más que Dinamarca o Suecia. En números totales, casi dos millones de personas habitan las cárceles estadounidenses, la misma cantidad que jóvenes en los colleges.

Argumentos

La política de seguridad de la provincia de Buenos Aires, corazón del problema de la inseguridad en Argentina, ha sido una de las más erráticas y peligrosas de todas las implementadas desde el retorno de la democracia, como revela el simple recuento de los ministros: de León Arslanian a Carlos Ruckauf, pasando por Juan Pablo Cafiero, para volver de nuevo a Arslanian, hasta llegar a Carlos Stornelli y Ricarco Casal.

Pero vamos por partes. Discutir contra los defensores del populismo penal es necesario pero relativamente fácil; más difícil es tratar de entender por qué el progresismo tiene tantos problemas para asumir el tema y ofrecer si no una solución, al menos una propuesta. La izquierda prefirió siempre esquivar la cuestión de la seguridad: salvo las dos gestiones truncas de Arslanian en Buenos Aires y el enfoque aplicado por Hermes Binner desde que asumió la gobernación de Santa Fe, prácticamente no existen experiencias relevantes de políticas de seguridad progresistas. El hecho de que el kirchnerismo, que ha hecho de la transformación una de las claves de su éxito político, haya demorado siete años en dar una muestra contundente de su voluntad de cambiar las cosas, revela las dificultades para hacerse cargo del tema.

¿Cómo se explica esta desidia? Por el lógico rechazo de la izquierda a utilizar la represión, cualquier forma de represión, generado por las dictaduras, lo que creó un vacío de conocimiento que hoy se paga caro. Hay pocos expertos que realmente conozcan el tema, que tengan relación con las policías o alguna experiencia acumulada: solo unos pocos especialistas, como Arslanian o Marcelo Saín, y un puñado de instituciones, como el CELS, se han dedicado a trabajar sistemáticamente la cuestión de la seguridad con un enfoque diferente al de la mano dura.

A este rechazo histórico hay que sumarle un diagnóstico simplista –considerar a la inseguridad como un subproducto automático de la pobreza–, que excluye cualquier posibilidad de resolver el mientras tanto. Decir, como decía Pino Solanas en la última campaña electoral, que la principal causa de la inseguridad es la mortalidad infantil quizás sea cierto, pero aporta poco al debate sobre qué hacer con los homicidas menores o los desarmaderos de autos o las mafias de narcos enquistadas en las villas, y no deja de ser en el fondo una vía de evasión ingeniosa a un tema sobre el cual es difícil asumir una posición concreta. El problema es que, mientras tanto, las corrientes de derecha fueron construyendo una respuesta, ciertamente equivocada pero respuesta al fin, provista de una doctrina, un paquete de medidas y toda una parafernalia de fundaciones y equipos dispuestos a aplicarla. No debería llamar la atención que sean ellos quienes lleven la delantera en el debate público.

Y sin embargo, un dato que resulta difícil de encajar en este cuadro. La inseguridad no define elecciones: Felipe Solá fue reelecto tras designar a Juan Pablo Cafiero, y Daniel Scioli fue elegido con un discurso opuesto. Aníbal Ibarra fue reelegido sin una sola propuesta en la materia, y Mauricio Macri podría ser elegido nuevamente pese a que a no ha mostrado grandes avances en la lucha contra el delito. La inseguridad estuvo ausente de la plataforma del kirchnerismo en las presidenciales del 2007 y sin embargo Cristina ganó tranquilamente. Carlos Ruckauf, el caso más mencionado de una propuesta de mano dura electoralmente exitosa, no se impuso en los comicios provinciales de 1999 por su promesa de meterle bala a los ladrones, sino por la alquimia electoral que le permitió sumar los votos de Domingo Cavallo, sin los cuales hubiera perdido. Esto no implica, desde luego, que la inseguridad no sea una preocupación social importante, pero mi hipótesis es que no alcanza para ganar una elección. Hasta ahora.

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Imagen: AFP
 
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