EL PAíS › TRES ESPECIALISTAS PIENSAN EL MOMENTO ELECTORAL

El malestar en la política

Partidos, listas colectoras, representación, crisis de modelos, nuevas funciones. Hoy confluyen elementos mayores en una votación que no despertará entusiasmos cívicos pero marca el comienzo de una nueva etapa.

ISIDORO CHERESKY *.

Los tiempos que vienen

Es comúnmente admitido que estas elecciones presidenciales señalan el inicio de una nueva etapa y no tan sólo de un nuevo gobierno. El período de excepcionalidad que siguió al hundimiento de fines de 2001 está llegando a su fin, como los principales actores políticos lo reconocen. Pero los contornos de la normalización política e institucional que se avecina permanecen indefinidos. Y sin embargo el desafío para el ordenamiento político futuro es acuciante. El proceso electoral ha puesto de manifiesto virtualidades y carencias de la evolución política.

En los años recientes la Argentina ha cambiado como no podíamos imaginárnoslo hace unos años cuando la mirada y los pasos de los jóvenes se orientaban a las puertas de salida que conducían a la residencia en el exterior como modo de escapar a un destino de decadencia. La recuperación de la economía y de la condición social de los más desfavorecidos se hizo en el contexto de decisiones audaces, solitarias y apreciadas: la reestructuración de la deuda, la abolición de las leyes que amnistiaron o evitaron los procesos a quienes se habían amparado en el poder de Estado para cometer crímenes de lesa humanidad, y alguna elemental pero decisiva reforma institucional, como es el caso de la renovación de la Corte Suprema. Pero una vez el período de excepción pasado, por más apreciados que sean sus resultados, no puede obviarse el giro requerido: se plantean desafíos que ahora se hacen prioritarios y que incluyen rectificar prácticas políticas que estuvieron amparadas en los apremios de la situación de excepción que se atravesó.

Las urgencias pasadas favorecieron la decisión en desmedro del debate y la argumentación. El espacio público y la comunicación política no han sufrido mayores restricciones formales pero no han florecido: la argumentación pública, la opinión de los ciudadanos comunes y de los expertos y el debate parlamentario todo ello previo a la adopción de decisiones y al establecimiento de prioridades y rumbos de gobierno no han sido la modalidad dominante.

La muy original modalidad de la competencia política para las elecciones nacionales del 28 de octubre: candidatos presidenciales autoproclamados amparados en su presunta popularidad y conformación en torno de ellos de coaliciones electorales en las que con frecuencia los socios compiten entre sí, nominación, en la mayoría de los casos, de candidatos a cargos parlamentarios como resultado de conciliábulos en torno del arbitraje del candidato estrella, exteriorización a lo largo de la campaña de tensiones significativas entre candidatos que se amparan en la misma etiqueta electoral, ilustran una escena de gran heterogeneidad que con frecuencia no presenta opciones discernibles para los electores y que, sobre todo, plantea el interrogante de qué sustento para gobernar ofrecen dichas coaliciones. La escasa o al menos poco inteligible diferenciación política para el ciudadano, aún informado, entre las diferentes ofertas va de la mano con el mencionado empobrecimiento de la argumentación y debate público y su consecuencia, la poca entidad pública –la mayoría son de conformación muy reciente– y homogeneidad de las fuerzas políticas existentes.

Los partidos tradicionales no compiten como tales y han jugado un rol marginal en la conformación de la oferta política, y esta marginalización de las identidades que monopolizaron la vida política en el pasado no puede ser considerada transitoria. Puede afirmarse que otros partidos o coaliciones más recientes, como el Frepaso, Acción por la República o Nueva Dirigencia también han tenido una vida efímera. Es decir que los lazos de representación han cambiado –parecen tener un carácter más circunstancial, configurándose con frecuencia ese vínculo en el momento de las campañas electorales– y se constituyen en buena medida en torno de liderazgos personales que suelen tener la plasticidad como para proponer una posición o actitud política que concita la adhesión ciudadana y no en torno de partidos orgánicos. Todo parece indicar que los partidos políticos omnipresentes no volverán a ser lo que fueron, y ello pese a cierta nostalgia de quienes conocimos esos tiempos y al empeño escolar de algunos cientistas políticos que piensan aún que ese formato está indisolublemente ligado a la existencia misma de la democracia.

No obstante la escasa cohesión, cooperación y concertación de quienes se han dado por vocación la actividad política y lo hacen bajo una común etiqueta constituye un problema mayor de la vida política.

La existencia de partidos políticos de nuevo cuño no es sólo un requerimiento para la organización de la competencia política electoral; el reconocimiento político y la legitimidad para decidir o actuar políticamente aunque tienen en las elecciones un hito decisivo, no se agotan en ella. Los ciudadanos contemporáneos reconocen a los gobernantes y representantes que han elegido, pero las decisiones de éstos deben ser de todos modos legitimadas cada vez, so pena de ver crecer una protesta que puede alcanzar la forma de la expresión pública del descontento. En esta nueva realidad de desconfianza ciudadana la argumentación y deliberación pública adquieren un lugar central. Es en el espacio público con el concurso de la comunicación política que se pueden intercambiar argumentos y madurar las decisiones, ese espacio tiene una función reguladora que permite a gobernantes y opositores medir las consecuencias de sus actos, la sintonía alcanzada con la opinión pública y, eventualmente, modificar el rumbo político para mejorar la representación.

En la Argentina, la ciudadanía está desprovista o liberada, según se aprecie, de identificaciones políticas permanentes, pero suele estar informada –con diferenciaciones socioculturales marcadas– y fluctúa en sus preferencias según lo que el debate público va presentando. Pero lo que falta dramáticamente en la vida pública son fuerzas políticas organizadas que puedan alimentar el debate público. No los partidos políticos del pasado, que probablemente no vuelvan a existir como antaño pues la ciudadanía no tiene en su mayoría lazos de identificación permanentes, ni vuelvan a tener el monopolio de la vida política y de la actividad cívica. La sociedad actual tiene actores múltiples que alimentan la vida pública, pero quienes tienen la aspiración de gobernar son actores específicos que deberían organizase como grupos nacionales con lealtades y afinidades en torno de un rumbo político. Este parece ser un déficit mayor, quizás el principal, para los tiempos que vienen, porque sin partidos, en el sentido actual del término, la competencia política se hace más imprecisa y, sobre todo, se plantea el grave interrogante de con qué recursos van a gobernar quienes tengan el favor del electorado.

El riesgo, si no hay organización partidaria elemental de los que gobiernan, y competencia política, es que el país aliviado de sus graves padecimientos pasados ingrese en un período de conformismo colectivo e incluso desinterés en los asuntos públicos, que hoy parece asomar, y que simplemente el asunto de quiénes gobiernan sea de interés menor. Ello puede suceder al tiempo que se acumulan demandas y descontentos no representados en la competencia política y que, si es el caso, pueden inaugurar un nuevo episodio en el divorcio entre representantes y representados.

* Profesor de Teoría Política Contemporánea (UBA), investigador principal del Conicet.

MARCELO LEIRAS *.

Las colectoras y el laberinto electoral argentino

¿Cuántas veces hemos escuchado en las últimas semanas que los partidos políticos argentinos están en crisis? El cuarto oscuro nos va a mostrar hoy un panorama sorprendente de acuerdo con este diagnóstico. Vayamos con tiempo a votar, porque tardaremos un rato en encontrar la boleta en la que habíamos pensado. La mayoría de nosotros veremos varias boletas con la candidatura presidencial preferida. ¿Habremos visto mal? No hay error. En los cuartos oscuros de casi todas las provincias del país se exhiben hoy varias decenas de pilas de boletas. Si cada pila representa a un partido o a una alianza de partidos políticos, ¿cómo alguien puede afirmar que los partidos políticos están en crisis?

Y sin embargo, el diagnóstico es correcto. La crisis de los partidos tiene varias dimensiones. Subrayo una, especialmente importante: los partidos argentinos han perdido su capacidad para seleccionar candidatos. Aunque esta incapacidad no es nueva, ahora se percibe más claramente. La proliferación de listas y nuestra dificultad para encontrar la que pensamos en colocar en el sobre resultan de esta incapacidad.

Quienes votamos en la ciudad de Buenos Aires encontraremos, por ejemplo, tres listas de candidatos a diputados nacionales con distintos sellos partidarios pero con los mismos nombres. En varias provincias, las principales candidaturas presidenciales aparecerán con distintas listas de legisladores nacionales, o de candidatos provinciales, adjuntas. La discusión mediática le puso un nombre a este fenómeno: listas colectoras. El nombre es simpático. El fenómeno, no.

La proliferación de listas y los apoyos cruzados confunden la oferta electoral y la interpretación de los resultados políticos de la elección. Alguien con mucho más tiempo y paciencia que los que la mayoría de nosotros tenemos puede enterarse de cuántos candidatos legislativos se presentan y quién apoya a quién. Aun con tiempo y paciencia es mucho más difícil saber a qué bloque se integrarán los legisladores que accedan a las bancas y qué relación tendrán esos bloques con la presidencia y las gobernaciones que hoy se renuevan.

Esta confusión no nos predispone bien frente a los candidatos que han solicitado nuestro voto. Los candidatos lo saben y, sin embargo, no han conseguido darle forma a una oferta electoral más clara. Contra lo que cree mucha gente, no es razonable pensar que lo hagan porque no les importa nuestra predisposición. Es más verosímil, en cambio, pensar que aceptan pagar el precio de desafiar nuestra paciencia para conseguir algo que consideran más valioso: nuestros votos (aun nuestros votos confundidos o irritados).

Los candidatos para cargos ejecutivos se asocian con colectores legislativos porque eso multiplica el conjunto de gente que, esperando acceder a una banca, trabaja para hacerles ganar la elección. Cada una de las listas colectoras preferiría que el candidato ejecutivo las arrastrara a ellas solas, sin embargo, no pueden hacer nada mejor que disfrutar del reconocimiento público del candidato principal y rezar para que la boleta tenga buena ubicación en el cuarto oscuro y los votantes no prestemos mucha atención a lo que viene atrás. ¿Nada mejor? ¿No sería preferible hacer una interna partidaria y repartir los cargos en la lista proporcionalmente entre quienes participan de la interna? La difusión de las leyes de lemas durante los noventas y las colectoras de hoy sugieren que no. Todo indica que en la Argentina es más probable acceder a una banca creando un partido nuevo y explotando la confusión de los votantes en el cuarto oscuro que tratando de convencer a los afiliados en una interna partidaria.

¿Tiene solución? El fenómeno podría moderarse haciendo más exigentes los requisitos para formar nuevos partidos políticos. Eso haría más difícil presentar una lista colectora. También podrían adoptarse reglas más proporcionales en el reparto de candidaturas dentro de los partidos que den alguna chance aun a las líneas internas chicas. Posible, pero difícil. También podría ocurrir que miremos bien en el cuarto oscuro en el momento de votar. Por ahí aprendemos para la próxima y las colectoras se vuelven mal negocio.

* Director de las carreras de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés.

ANDRES MALAMUD *.

La crisis de representación es pereza intelectual

Las funciones principales de los partidos políticos son dos: representar y gobernar. La primera es ascendente, de la sociedad hacia el Estado; la segunda recorre el mismo camino pero en sentido inverso.

La crítica cotidiana a los partidos argentinos se encarniza con la primera función. Los partidos, se dice, se alejaron de la gente y fueron capturados por camarillas de dirigentes inescrupulosos. La solución, se predica, pasa por las internas abiertas, el control del financiamiento y una reforma electoral que tienda hacia la uninominalidad.

Contra la corriente, analicemos por un momento la hipótesis contraria: los partidos representan eficazmente las preferencias populares; el problema, en cambio, es que gobernando son una calamidad. El talón de Aquiles residiría entonces en su función estatal, no en la societal.

En efecto, la mayoría de los argentinos se siente bien servida por sus intendentes, gobernadores y presidente. Así lo indican las encuestas y, sobre todo, las elecciones: la alternancia en los poderes ejecutivos es infrecuente y las reelecciones usuales, a veces por cifras abismales.

Si esto es así, resulta conveniente trabajar sobre los incentivos y recursos del buen gobierno más que sobre la alegada crisis de representación. Sugiero tres áreas, aunque hay más: profesionalización administrativa, especialización parlamentaria y responsabilidad fiscal.

La profesionalización administrativa pasa por construir un aparato estatal eficiente. Una burocracia incompetente sólo sirve a los defensores del statu quo, no a los partidos que quieren transformarlo (y hoy ni siquiera la derecha defiende el statu quo). Para- dójicamente, Domingo Cavallo hizo más por la profesionalización del Estado desde el Ministerio de Economía que tantos progresistas que lo sucedieron. Y eso que no hizo demasiado.

A su vez, la especialización parlamentaria se fortalece con mayor continuidad de los legisladores, menor cantidad (y mejor funcionamiento) de las comisiones y la prohibición de bloques uni o binominales. Es necesario jerarquizar el trabajo legislativo y mejorar la coordinación parlamentaria, pero no (solamente) para responder mejor al pueblo sino para administrar mejor el gobierno. El Parlamento Europeo es un modelo de cómo se pueden coordinar exitosamente 700 diputados que provienen de decenas de partidos nacionales y hablan 22 lenguas diferentes, reduciendo la fragmentación mediante ingeniosos dispositivos institucionales. El Congreso estadounidense, por su parte, es un ejemplo exitoso de profesionalización. Para mejorar el desempeño de los partidos es más apropiado reformar la organización interna del Congreso que las leyes electorales.

En cuanto al último punto, éste es el primer gobierno en varias décadas que promueve el superávit fiscal y le confiere legitimidad electoral. Hasta hace poco, hablar de equilibrio fiscal implicaba ser de derecha. Sin embargo, el colapso de 2001 y la gestión económica posterior demostraron que para ser progresista no hace falta ser estúpido. Pero todavía falta mucho. En Brasil, los partidos decidieron atarse al mástil votando una ley de responsabilidad fiscal que hace penalmente responsables a los gobernantes que sobreendeuden sus distritos. En Argentina, en cambio, queda por resolver la distribución de poderes y recursos entre las distintas jurisdicciones territoriales. La capacidad de chantaje recíproco entre presidente y gobernadores es inédita en el mundo, y hasta que no se deshaga este embrollo los partidos seguirán rehenes de las disputas gubernamentales.

Gobernar a los italianos, decía Mussolini, no es difícil: es inútil. Italianos hispanoparlantes a fin de cuentas: ¿estaremos los argentinos condenados a la misma suerte? Quizás no; para evitarlo, sería conveniente abandonar la pereza intelectual y pasar a las efectividades conducentes.

* Politólogo, Universidad de Lisboa.

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Imagen: Ana D’Angelo
 
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