EL PAíS

Golpe a la paz regional

 Por Mario Wainfeld

La coexistencia de gobiernos progresistas en la región atizó la furia de las derechas y la reconversión de los métodos golpistas. Paraguay sucumbió al primer intento exitoso. Otros conatos o ensayos fueron conjurados. Repasemos algunos, sin agotar la lista. Los encabezados por fuerzas de seguridad contra el presidente ecuatoriano Rafael Correa y la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Las acciones desestabilizadoras contra el presidente Hugo Chávez. La sangrienta rebelión secesionista de la rosca boliviana contra el presidente Evo Morales.

En Argentina la autoridad del propio gobierno limitó las consecuencias. En Bolivia fue necesario el activismo de Unasur, en una reunión relámpago de mandatarios realizados en Santiago de Chile.

El neogolpe en Brasil marca un punto de inflexión por la magnitud de la gran potencia sudamericana. También porque concuerda con la derrota del kirchnerismo y con la debilidad del presidente Nicolás Maduro en Venezuela.

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Zozobra un período prolongado de estabilidad, gobernabilidad extendida y gobiernos de con apoyo popular, revalidados en las urnas y siempre respetuosos de sus veredictos.

La gobernanza, la casi total ausencia de conflictos bélicos internacionales caracterizaron la etapa. Se consiguió merced a la acción concertada de los líderes de distintos países, con Brasil y Argentina como adalides. Política pura, sin imperialismo ni uso de armas.

Las duplas Lula-Néstor Kirchner, Lula-Cristina Fernández de Kirchner, Cristina-Dilma Rousseff contribuyeron decisivamente a la estabilidad de países hermanos y vecinos. No fue un subproducto de la mejora en los términos del intercambio o del aumento de precios de las commodities. Fue una versión formidable de política internacional, consciente y muy eficaz. Sobre todo si se compara con nuestro pasado común y con lo que ocurre en otros confines del planeta.

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El presidente Michel Temer es un dirigente oscuro, de primera B, sin votos y desprestigiado. La mayoría de los diputados y senadores que aprobaron el impeachment son acusados de cargos por corrupción, mucho más graves que la improbable y no probada acusación contra Dilma.

Desembarcan en Brasilia los derrotados seriales por el Partido de los Trabajadores. Un gobierno sin votos, sin legitimidad de origen, una elite sin lustre ni vuelo. Los nuevos vencedores son tal y como se los ve en la tele: impresentables, gritones, machistas.

Hay quien se obstina en subrayar la pátina institucional de la suspensión de la presidenta reelecta. Las cuestiones semánticas importan (es un golpe, con cobertura formal). Las consecuencias son, todavía, menos opinables.

La jugada de la oposición política, judicial y mediática en Brasil es golpista por su desenlace, por el escenario penoso, precario, incubador de violencia que generó.

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Brasil es el mayor país de América del Sur por su PBI, población, tamaño y por su incidencia en la escena internacional. Limita con casi todos los estados de la región.

Una locura institucional en Brasil es una pésima nueva para la democracia construida con esfuerzo colectivo en su derredor.

El gobierno de Mauricio Macri recibió la noticia con apenas disimulado buen humor. La Canciller Susana Malcorra difundió un comunicado hueco y formal. El Ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso PratGay, fue menos hipócrita. Festejó que las flamantes autoridades brasileñas podrán comprender las virtudes de los tratados de libre comercio a los que con inolvidable gallardía se opusieron Hugo Chávez, Kirchner y Lula en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata.

Hasta quienes comparten la ideología del macrismo deberían comprender los riesgos que causa la desestabilización política en Brasil. Su crisis económica se propagó inexorablemente a los vecinos, nuestro país en particular. El frenazo a la economía local desde 2012 es simultáneo, concomitante con el brasileño del que es consecuencia en buena medida.

El debilitamiento de la paz interna también puede ser contagioso y transformarse en problema colectivo con suma facilidad.

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Gobiernos tan prolongados acumulan aciertos, errores. Se aburguesan, pierden impulso. En una era signada por la velocidad, sectores importantes de la opinión pública se fatigan de los líderes o juzgan más severamente los defectos o las denuncias (fundadas o fantasiosas) de corrupción.

Las mutaciones sociales, los ascensos de sectores tradicionalmente relegados vienen de la mano con nuevas demandas, cambios culturales y de afiliación política. Todo eso asumido, el sistema político de Brasil insinúa decadencia futura para sus conciudadanos y para el resto de Sudamérica.

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Nunca es grato ser agorero. Las desdichas políticas, como casi todo, se distribuyen injustamente y castigan especialmente a los más humildes. Pero todo indica que la era de las democracias progresistas y gobernables está en jaque.

La narrativa de derecha, por acá y allá, bastardea lo sucedido desde principios de siglo. Lo reduce a latrocinio o a arrebatos de ignorancia colectiva. Duele comparar este momento con la etapa que se quiere borrar. Aquella en que un obrero metalúrgico con primaria incompleta, un dirigente indígena de cuna paupérrima y dos mujeres llegaron a presidir sus respectivas patrias. Logros jamás conseguidos por vías revolucionarias con olor a pólvora sino en pleno ejercicio de la libertad de elegir.

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