SOCIEDAD › HISTORIAS DE CONSUMIDORES DESCUBIERTOS CON PEQUEÑAS DOSIS QUE TERMINARON CON LA VIDA ARRUINADA

Gramos que pesan toneladas

El fiscal que llevaba una pequeña cantidad de marihuana para sus vacaciones. La pareja que cultivaba cannabis en su casa. El concejal al que, sin ser consumidor, le plantaron droga en el auto. Todos perdieron trabajos, amigos y hasta familiares. La difícil vida después de una causa por tenencia.

Textos de Emilio Ruchansky

EL FISCAL QUE TUVO UN JURY

“Un sistema hipócrita”

Imagen: Leandro Teysseire

“Soy el primer funcionario judicial detenido por tenencia para consumo personal”, aclara de movida Facundo Trova. El 16 de enero de 2006, después de unas vacaciones en Brasil y siendo fiscal adjunto de la ciudad de Neuquén, se disponía a estirar el feriado judicial yéndose unos días a Mar del Plata. Tenía una piedra de 16 gramos de marihuana en el bolsillo y no bien terminó de pasar por el detector de metales de aeroparque, un oficial de aduana le pidió que vaciara sus bolsillos. “Se me vino el mundo abajo”, rememora. El personal de seguridad lo llevó a un cuarto para revisarlo mejor. “Tenía dos mil pesos y una cámara, y se los metieron en sus bolsillos. Les dije que era abogado y fiscal y me devolvieron todo.” Media hora después, su abuela se enteró por la televisión. Pasó tres días preso en una pequeña celda del aeropuerto y lo llevaron esposado a declarar a los tribubales de Comodoro Py. Cuando el juez subrogante Octavio Aráoz de Lamadrid lo indagó comenzó a sermonearlo. Ambos habían estudiado derecho en la Universidad Católica Argentina y el magistrado lo criticó por “olvidar los principios morales que había aprendido” (dos meses después, Aráoz de Lamadrid dio un examen para convertirse en titular del juzgado y se sacó 1 como puntaje). “Me querían mandar un mes a Devoto, me decían que mi situación era más complicada por ser funcionario. Yo no quería declarar de lo enfurecido que estaba pero el defensor oficial me aconsejó que dijera lo que querían escuchar porque no me iba más”, cuenta indignado Trova, que había hecho una carrera judicial impecable y era en ese entonces, con sus 32 años, uno de los fiscales más jóvenes. Cuando volvió a Neuquén ya era “un cadáver”, como se dice en la jerga judicial. Todos pedían su cabeza. Desde los partidos de izquierda hasta los jueces más conservadores de la provincia. Llegó el 20 de enero y recién empezaba a trabajar el primero de febrero. El Tribunal Superior de Justicia de Neuquén no lo cesanteó pero inició un sumario, ya que “su accionar puede constituir una falta disciplinaria”. El primer día de trabajo, Trova pidió un mes de licencia. Intuía que algo grande iba a pasar y no estaba equivocado. “Los empleados me apoyaban, pero muchos de mis colegas se abrieron y me quedé solo”, recuerda. Aunque fue sobreseído por la Justicia federal, en su provincia le hicieron un jury de enjuicimiento “por mala conducta”, con el único fin de destituirlo. “Fue una hipocresía tremenda. Casi todos los que me juzgaban terminaron cesanteados por corruptos, es más, a uno de ellos (el legislador Oscar Gutiérrez) yo lo estaba investigando por enriquecimiento ilícito y después que me suspendieron se cayó la causa contra él”, cuenta el ex fiscal, que espero el día del juicio “para decirles en la cara todo lo que pienso de ellos”. Y así fue. Sentado frente al jurado le espetó: “A pesar de lo que diga la prensa, no tengo nada que ver con ustedes. Gracias a Dios nos separa un abismo. Ustedes representan todo lo que no soy ni quiero ser. Voy a retirarme de este proceso, sigan ustedes con esta parodia de juicio”. La sentencia “ya estaba escrita, era una payasada” asegura, así que se levantó y despidió a su abogado en medio de la audiencia. El tribunal decidió quitarle su cargo por “inmoral, antiético, traidor a la patria y a los padres”; él, que viene de una familia de abogados, se dedicó a defender casos como el suyo. “Y no me va nada mal –comenta– tengo unas cuantas causas de tenencia, las hago y me gustan. Disfruto defender a la gente, antes estaba del otro lado, pero siempre fui muy garantista.” Sus amigos y familiares siempre lo ayudaron, pero nadie le quita el sabor amargo. “Me di cuenta de que el sistema judicial es hipócrita y selectivo, que está absolutamente podrido. El mejor ejemplo son nuestras cárceles que están llenas de pobres.” Este ex fiscal no quiere darles el gusto a sus colegas y apeló la sentencia. Su caso no fue admitido por Casación y presentó el recurso de queja al tribunal de su provincia. “Seguramente me lo van a rechazar de acá a la China, así que planeo llegar a la Corte Suprema”, dice convencido de que ahí le van dar la razón. Su argumento es sencillo: “Lo mío fue un acto privado y no interfería con mi desempeño, el sistema judicial me discriminó, me destituyeron por ser diferente”. Aunque perdió su trabajo, Facundo Trova asegura que la “sacó barata”. Todavía cree que si no hubiera dicho que era fiscal a los guardias de Aeroparque, tal vez su caso no hubiera trascendido en la prensa. Hoy, todavía mucha gente le da vuelta la cara cuando entra a algún tribunal por cuestiones de trabajo, pero ya no le importa. “Fue durísimo empezar de nuevo, pero aprendí mucho. El Estado no te educa, no te da salud ni trabajo pero aparece para castigarte y encerrarte”, reflexiona el ahora defensor, que desde que cayó en las redes de la corporación judicial a la que pertenecía, jura, “le cambió la película”.

EL CONCEJAL CON DROGA PLANTADA

“Me siento observado”

A Pedro Barrientos no le iba mal. Era concejal en la ciudad bonaerense de Benito Juárez y jefe de guardia del hospital de Necochea. Venía de una familia humilde de Cacique Barker, un pueblo de 3 mil habitantes, fruto de una inmensa fábrica de cal. Estudió medicina en La Plata y comenzó a militar en pleno gobierno de Eduardo Duhalde. Llegó a su cargo en 1999 de la mano de la Alianza y estaba por terminar su mandato cuando cayó en desgracia, tras un operativo antidrogas.

“Nunca consumí”, aclara ahora este hombre de 37 años. El 18 de julio de 2003, mientras viajaba desde Necochea a Mar del Plata con tres amigos para “comprar pilchas y pasar por una charla al Colegio de Médicos” la policía detuvo su auto. Bajaron armados con itakas y, según Pedro, no le pidieron ni la patente ni la cédula verde ni el carnet de conducir: “Nos hicieron bajar y comenzaron a entrar y salir del auto, una y otra vez”. Al rato, apareció una brigada de investigación y en el asiento de acompañantes de su Peugeot 106 azul, con patente oficial del Concejo Deliberante de Benito Juárez, aparecieron once sobres de cocaína. “Eso no es mío”, dijo. “Callate la boca”, le contestaron.

Cuando entraba a la comisaría 5ª de Punta Mogotes pudo ver la placa roja del canal Crónica: “Concejal detenido por trasportar cocaína en su auto”. Los oficiales se reían y lo señalaban. Al otro día, los diarios hicieron circular la versión policial: decían que había sido “un operativo”, que Barrientos había huido ocho cuadras antes de que lo atraparan y hasta el comisario a cargo, Carlos Cernada, afirmó: “Uno de los integrantes se bajó a los gritos insultando a los policías y diciendo que tenía inmunidad porque era el concejal Pedro Barrientos y era candidato a intendente”.

A los quince días lo echaron del hospital aduciendo que no podía trabajar como médico y ser concejal a la vez. La primera página del sumario administrativo era una nota periodística que relataba el incidente. “Me denigraron ante la sociedad, me destruyeron políticamente”, afirma Pedro cuando recuerda la condena pública que hicieron sus compañeros del Concejo Deliberante. Los dos testigos que consiguió la policía para revisarle el auto también intuían que había algo raro, pero a esa altura ni él ni su abogado creyeron conveniente seguir hasta el juicio oral por la alta exposición mediática que implicaría. Así que consiguieron una suspensión de juicio a prueba y terminó yendo cada tres meses al tribunal para certificar su domicilio. La causa no llegó a ningún lado, pero después del incidente nunca más volvió a Benito Juárez, ni a visitar a sus tíos.

“Es una cruz. Me costó mucho insertarme en la sociedad y me afectó económicamente”, repasa Pedro, que fue inhabilitado para desempeñar funciones durante cinco años en el hospital de Necochea, donde sus compañeros hasta juntaron firmas para que lo restituyeran. De todas formas, se instaló en esa ciudad balnearia y consiguió un trabajo en Lobería como médico en otro hospital. Su familia siempre creyó en su inocencia, pero él confiesa que tiene vergüenza: “Me siento observado”.

Todavía se pregunta cómo llegaron los sobres de cocaína a su auto. En un principio él y su abogado pensaron que tal vez era alguno de los ocupantes del auto. A todos los conocía, uno era telefonista del hospital y también lo echaron. Otro era amigo suyo, se fue a vivir a Claromecó después y no lo vio más. El cuarto ocupante era amigo del telefonista y al principio dudaron de él, pero más de la policía. “Me dijeron que hacen estos operativos para armar estadísticas o subir de categoría, no sé. También pensé que pudo ser una operación política”, comenta Pedro.

Lo cierto es que el estigma perduró. “Hace poco hubo un concurso para inscribirse en un cargo en la Municipalidad y era mi especialidad, médico de familia; me negaron la inscripción por la cesantía que tuve”, dice con bronca. Los mismos médicos, asegura, cuchichean al verlo y recuerdan que es “el falopero que le encontraron droga adentro del auto”. Hasta el padre de su actual pareja opuso resistencia cuando se conocieron y ella tuvo que irse de su casa para poder estar con él: “Por suerte ahora se dio cuenta de que no tuve nada que ver”.

UNAS PLANTITAS EN LA CASA

“Un pueblo chismoso”

“Yo les muestro todo, lo único que les pido es que no vayan con los medios”, le dijo Virginia Varela a uno de los uniformados. Eran las 9 la de la noche de un caluroso viernes de febrero y recién empezaba el allanamiento. Ella estaba por salir con su nena de dos años a comprar la cena, su marido había ido a presupuestar un trabajo y el oficial se quedó mirándola “como si fuera una inconsciente”, recuerda Virginia. “Yo no me preocuparía por eso”, le respondió el uniformado mientras sus compañeros incautaban las plantas de cannabis sativa.

Virginia llamó a su mamá para que pasara a buscar a la nena y procedió a mostrarles las plantas que tenía en la terraza, las que encubaba en un armario y algunos cogollos primerizos que puso a secar en el lavadero, a dos meses de la cosecha. También tenía semillas feminizadas, de origen español. Dice que los de la Delegación de Investigaciones del Tráfico de Drogas Ilícitas estaban asombrados por el grado de refinamiento y hasta hurgaron en sus apuntes de cultivo, que ella guardaba prolijamente en una carpeta. “Sabíamos que eso en algún momento podía pasar así que nos lo tomamos tranquilamente, sin agachar la cabeza, pero sin levantar la voz”, comenta.

El allanamiento surgió a partir de una llamada anónima a las 14 de ese mismo día, el 12 de febrero pasado. Cinco horas después, la policía sacó fotos desde la casa de una vecina. No hubo ningún tipo de inteligencia previa para saber si ellos cultivaban para vender o sólo para consumir. Los uniformados les dieron vuelta la casa y se llevaron todo lo que pudiera servir de prueba, hasta el veneno para las hormigas. Ella les rogó que al menos le dejaran fumarse un porro porque todavía no había probado su cosecha. Hubo risas, pero le negaron el pedido.

Por la madrugada partieron a la fiscalía 5 de Trenque Lauquen y a la vuelta, antes de bajar del patrullero, a Virginia y a su marido Santiago Bauchet les taparon la cabeza con camperas. Virginia jura que de reojo vio que un policía le estaba sacando una foto. Al otro día, esa foto ilustró una nota del diario local titulada: “Desactivan invernáculo destinado a producir marihuana. Una pareja detenida”. “Tenía miedo de que a mi abuelo le dé un infarto, ésa fue mi mayor preocupación durante la semana que estuvimos presos”, dice Virginia. Afuera todo había cambiado.

Primero desaparecieron los amigos que solían frecuentar la casa de este joven matrimonio (él tiene 25, Valeria 29). “Los que venían tenían miedo de estacionar el auto enfrente de casa”, asegura ella. La familia de Santiago no lo podía creer. “Parece que esto nunca te hubiera pasado a vos”, le decían. “Hace siete años que fumo, ¿y te parece que no soy el mismo? Cuando fumo me agarra sueño y hambre y nada más”, tuvo que explicarle a su abuela. Después se le cayeron uno a uno los presupuestos de clientes a los que planeaba colocarles tabiques, cielorrasos, durlocks. Valeria conservó su puesto porque trabaja en la empresa de su abuelo, dedicada a la aeronáutica. Cuando va al supermercado la miran raro: “La gente no sabe si saludarme o no”, confiesa. Ambos coinciden en que lo peor no fue toparse con la Justicia, si no con la sociedad de Pehuajó, una ciudad de 30 mil habitantes que ella define “como un pueblo chismoso”. Claro que la causa también trajo sus complicaciones. Desde hace un tiempo ambos tienen la posibilidad de ir a trabajar a España, donde vive el padre de Virginia. La situación se complicó desde el allanamiento y ellos quieren irse, pero deben quedarse porque es parte del requisito para lograr la excarcelación.

La causa, que tiene la novedosa carátula de “cultivo para consumo personal”, sigue abierta y ellos llaman una vez por semana a la fiscalía en busca de novedades. “Nos dicen que todavía están analizando las plantas para saber si eran para tráfico”, repite Virginia. La respuesta le resulta paradójica a Santiago, que acota que la Justicia camina “a pasos de tortuga” y no se entiende cómo todavía se insinúa que el consumidor es parte de la cadena del narcotráfico, “si en este caso no hay cadena, esto empieza acá y termina acá”.

Ellos se había decidido a no comprar más marihuana en la calle por varias razones: “Primero porque no se consigue, segundo porque lo que se consigue es carísimo y casi siempre tiene olor a orina y además porque salir a comprar marihuana se convirtió en un deporte extremo”, asegura Virginia. Desde el día de la detención no pueden ausentarse 24 horas de su casa, tienen que comparecer una vez al día en la comisaría local y abstenerse de consumir cualquier tipo de estupefacientes. Nunca declararon en la causa por consejo de su abogado, que dice que “saben demasiado de marihuana”.

“Estamos apretados económicamente, mi marido no consigue dejar un currículum porque lo miran mal en todos lados”, advierte Virginia, que no ve la hora de poder emigrar a España y empezar de cero. “Si no fuera por la repercusión social no sería tan grave –concluye–, porque sé que esa causa judicial no va a llegar a ningún lado.”

Los abogados y sus casos

César Sivo tiene un estudio de abogados en Mar del Plata y conoce muchos casos menores en el tema drogas. Pero hay uno, dice, que suele dar de ejemplo cuando da clases de Práctica Procesal Penal en la universidad local. Es una historia de amor. Se trata de un hombre que la policía detuvo en el puerto, mientras fumaba. Era un pescador y en unos días iba a embarcarse por seis meses en un buque factoría. Además, tenía 50 gramos que había comprado para el largo viaje. Su mujer se hizo cargo para que el hombre no perdiera el viaje porque había estado preso por robo y no le iban a dar la excarcelación. El hombre pudo embarcar finalmente, y ella dejó a sus nenes con su familia y pasó 9 meses presa. “Como no tenía para pagarme –cuenta Sivo–, cuidó a mis chicos a cambio de los honorarios.”

“Yo también tengo una buena historia”, promete Albino José Stefanuolo, quien fuera el abogado de Andrés Calamaro luego de que el músico dijera en un concierto en La Plata aquella frase de la linda noche para fumarse un porrito. El hecho ocurrió en el ‘96, “el mismo año en que estaba defendiendo el caso del jarrón de Coppola”, comenta. Eran tres chicos que se habían ido de vacaciones a Villa Gesell y los vecinos los denunciaron, según decían la policía, “porque hacían barullo y se juntaban muchedumbres”. Era la época del “allanamiento fácil”, recuerda el abogado, y les cayó todo el peso de la ley en la casa que habían alquilado. Encontraron 150 gramos de marihuana y les enrostraron “tenencia para tráfico” con el agravante, según la actual ley, de que eran tres personas.

No consiguieron la excarcelación, “así que tratamos de que llegaran al juicio oral lo más rápido posible; esto fue en enero y estuvieron presos hasta noviembre”, recuerda Stefanuolo. La audiencia duró solo dos días y los jueces aplicaron la figura de tenencia simple y los liberaron. “Eran épocas difíciles. En Rosario, la cuna del rock, habían encarcelado a alguien que tenía 0,16 gramos de porro, o sea, lo metieron preso por algo que ni siquiera se ve.”

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