SOCIEDAD › LOS QUE ESQUIVAN LOS VICIOS URBANOS Y TRATAN DE HACER LO QUE NUNCA HICIERON

Turistas en la cresta de la ola

La mayoría de los que deciden aprovechar las vacaciones para aprender a surfear son chicos o jóvenes, pero “también hay mayores de 40”, admiten los instructores. Los escenarios ideales, las playas del sur o Playa Grande.

 Por Carlos Rodríguez

Desde Mar del Plata

“Estamos en nuestra segunda juventud. ¿De qué te reís?” Francisco (43) y su mujer, Laura (42), encaran decididos hacia el mar con dos tablas de surf y vestidos con trajes de neoprene. Estos dos bonaerenses –llegaron desde Castelar– están haciendo sus primeras armas en el surf, en Mar del Plata y en un enero que empezó con tormentas y frío polar, pero que ya lleva más de una semana a pleno sol y con temperaturas por encima de los 30 grados. Los turistas que llegan a esta ciudad muchas veces mantienen los mismos malos hábitos de la vida agitada de las grandes ciudades de las que muchos de ellos provienen: tocar bocina cuando manejan, ir pegados al celular, fumar incluso en los lugares donde está prohibido, cruzar los semáforos en rojo y mojarse en las piletas dispuestas en los balnearios más concurridos, en lugar de darse un chapuzón en el mar. Otros, en cambio, como Francisco y Laura, tratan de hacer lo que nunca hicieron antes, en su caso, surfear.

Francisco, con una sonrisa, simula un enojo cuando Página/12 lo mira con cara de “no tenés uñas para guitarrero”. Tanto él como Laura encaran decididos hacia el mar, que los recibe con olas picantes que los arrastran sin compasión. A golpes se hace el/la surfista. En verano, los turistas parecen animarse a todo. Por eso está muy concurrida la escuelita de surf en La Caseta, en las playas del sur, donde los profesores tienen cara, vitalidad y edad de alumnos: ellos son Julián Vega (19) y Federico Siapena (18), los dos nacidos en Mar del Plata, con tablas de surf bajo el brazo.

Los dos se subieron a las olas desde que eran niños y ahora son los instructores de chicos que llegan para aprender y que tienen entre 8 y 11 años. “Todos los que vienen aprenden, algunos tardan más, otros menos, algunos tuvieron experiencia previa y otros no, pero todos aprenden algo”, afirma Julián, quien aprendió a surfear porque su padre practicaba el deporte y se lo inculcó como algo habitual, tan común “como quien juega al fútbol”. “A los que vienen nosotros les damos las tablas, que son más largas y que ayudan a mantenerse en pie sobre ellas y también les damos la ropa necesaria para animarse. Vienen muchos chicos y jóvenes, pero también personas de más de 40 años.”

Las clases, por unidad, tienen un valor de 100 pesos y ellos aseguran que “con cinco o diez lecciones prácticas, ya se puede empezar y después irán ganando experiencia por su cuenta. Todos los que vienen aprenden algo, aunque sea una sola lección”.

Julián y Federico forman parte de una legión de marplatenses que nacieron sobre una tabla de surf y que siguieron la huella que plantó Daniel Gil, pionero de la actividad en esta zona del mundo. Gil, de chico, viajaba seguido con su padre, que entonces era vicepresidente de Boca Juniors, y se topó con el surf, primero en Miami y después en Perú, donde tomó contacto con el Waikiki Surf Club. Para diferenciarse, a su escuela le puso Kikiwai Surf Club. Los dos amigos que enseñan surf en las playas del sur de la ciudad tienen que competir con un sinfín de actividades que se ofrece hoy a los turistas de todas las edades: yoga, masajes, meditación, reiki, fangoterapia, spa, spinning, pilates, todas a precios importantes. Los gasoleros siguen invirtiendo su tiempo en las refrescantes caminatas por la playa, y los deportes gratuitos sobre la arena: fútbol-tenis, voley, pelota a paleta y los más modestos, tejo o truco rabioso.

Como no puede faltar el shopping en la vida de los porteños, cordobeses o santafesinos, por nombrar sólo a tres de las provincias que aportan visitantes en Mar del Plata, están los vendedores de ropa, bijouterie, artesanías, etcétera. Uno de los comerciantes playeros con mayor éxito es Pablo Alvarez, un bonaerense de Gregorio de Laferrère que tiene “una casita” en la zona del barrio Alfar. Además de vender, Alvarez también practica una de las cuestiones imposibles de dejar de lado, aunque se esté de vacaciones: la situación política, la ley de medios audiovisuales, la recepción que se le dio a la Fragata Libertad.

Este diario fue testigo de una fuerte discusión entre el vendedor de vestidos, pareos, blusas y pañuelos, con el fotógrafo de un medio nacional que no es Página/12. “Pero cómo me venís a defender a Clarín, no te das cuenta de que esa empresa se enriqueció con la dictadura, que le regaló Papel Prensa.” La respuesta del reportero gráfico no se hace esperar y replica que hoy “el Gobierno quiere tener su propio monopolio y manejar a la prensa”. No hay posibilidad de diálogo y aunque el nivel de la disputa verbal va menguando, hasta llegar a un intercambio de chicanas “simpáticas”, el entuerto pone una vez más sobre el tapete que aunque se esté de vacaciones es imposible despegarse del auto, del estrés de un año de trabajo, de las colas hasta para ir a comer y de las discusiones políticas que van a seguir durante los meses y años que vienen.

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Las clases, por unidad, cuestan alrededor de 100 pesos y con cinco lecciones ya se pueden largar solos.
Imagen: Jorge Larrosa
 
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