VERANO12

Estela de Carlotto X Marta Dillon

20 años en el espejo: Los reportajes de Página/12 que testimonian dos décadas de la cultura, la sociedad y la política argentinas

 Por Marta Dillon

Publicado el 5 de enero de 2001

Se acomoda sobre el sillón como quien se prepara para posar: una mano sobre el apoyabrazos, la otra sobre la falda; la pollera plisada justo por debajo de la rodilla y el mentón altivo en un medio perfil que es el que suele ofrecer para las fotos. Pero no está posando, es su manera de estar cómoda en un día de calor apabullante, en el comedor de su casa del barrio de Tolosa, La Plata, en la semipenumbra de una sala recargada de adornos. Ha pasado casi dos horas en esa postura estática, ha hablado de sus padres, de su marido, de su militancia, de su búsqueda, de sus hijos y sus nietos acompañando sus palabras con el único gesto de acomodarse el peinado con el dorso de la mano. Pero de pronto, sin aviso, los ojos se le agrandan y la voz se torna profundo terciopelo, desafiante. Estela está imitando a su “hija soñada”, a Laura: “Mi vieja no les va a perdonar mientras viva a los milicos lo que me están haciendo, los va a perseguir siempre”. Estela Barnes de Carlotto nunca escuchó esa frase de boca de su hija, igual la imagina perfectamente: “Eso le dijo Laura a una compañera de cautiverio. Si me lo hubiera dicho a mí un tiempo antes de desaparecer, yo hubiera contestado de qué estás hablando, porque no me sentía ni capaz, ni con fuerza de hacer una lucha que implicaba tanto riesgo, tanto miedo. Pero ella me conocía mejor que yo misma. Y acá estoy, ésta es mi vida: perseguir y buscar”.

Hace once años que es la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. Hace 23 que llegó por primera vez a esa plaza, temblando de miedo, sostenida por otras mujeres que la ayudaron a no seguir ese primer impulso de salir corriendo y no ver la cantidad de armas militares que las apuntaban. Hoy va poco por ahí, “sólo a las marchas más importantes”. Su trabajo, dice, “está en tantos otros lugares” que prefiere que sea otra Abuela, otras Madres, las que cubran ese espacio simbólico en el que se empezó a escribir la caída de la última dictadura militar y que a veces teme “que se convierta en algo pintoresco que visitan los turistas”. Su trabajo, entonces, es buscar a los nietos desaparecidos, a esos bebés que nacieron en los campos de concentración argentinos y fueron separados de sus madres a las pocas horas de vida para cumplir con órdenes perfectamente establecidas por aquel Estado Mayor Conjunto que masacró al 0,1 por ciento de la población de nuestro país. “Esos bebés debían ser separados de sus padres, había que buscarles otras familias –ésa era la directiva principal–, que no fueran criados en los hogares de sus padres. Después hubo matices, en la ESMA las parejas que se iban a quedar con uno de los chicos iban a ver a la embarazada para asegurarse de la clase social, de los rasgos, de su inteligencia. Hubo otros casos en que se los repartieron entre policías, familias amigas. No los mataban, los reeducaban, salvo en los casos en que los chicos tenían más de diez años, ahí ya les parecían peligrosos. Igual los seguimos buscando y los vamos a buscar hasta que nos digan dónde están.”

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