CONTRATAPA

La cuestión sartreana

 Por Juan Forn

El 18 de julio de 1936, el pintor español Fernando Gerassi estaba charlando con amigos en la vereda del café La Rotonde, de París, cuando pasó Malraux y les dijo que Franco se había alzado en España y que había empezado la guerra civil. Gerassi, que estaba cuidando a su hijo de cinco años mientras su mujer trataba de terminar su maestría en La Sorbonne, depositó al pequeño sobre la falda de uno de sus amigos, le pidió que le explicara a la madre lo que había sucedido y se fue a España a defender la República. Miles de españoles en el mundo hicieron lo mismo, ese día y los días siguientes. Pero el amigo en cuyos brazos depositó Gerassi a su hijo Juanito era Jean-Paul Sartre. Hasta entonces, Sartre creía que había encontrado a su igual en el mundo: Gerassi pintaba como Sartre escribía, en ninguna otra persona habían encontrado ambos un nivel similar de autoexigencia, en eso se bastaba su amistad. Y de pronto Gerassi se levantaba de su silla en La Rotonde y abandonaba la pintura. En su afán de entender las cosas escribiendo sobre ellas, Sartre convirtió a Gerassi en uno de los personajes de Los caminos de la libertad, su famosa novela sobre el compromiso. En una mítica escena, Gómez (Gerassi) se encuentra fugazmente en París con Mathieu (Sartre) cuando ya ha caído Madrid y le anuncia que esa misma noche volverá a cruzar la frontera para retomar su puesto de lucha. Mathieu le pregunta para qué, si la guerra ya está perdida. Gómez contesta su famosa frase: “No se combate el fascismo porque se le pueda ganar; se lo combate porque es fascista”.

Gerassi era español de alma: había nacido en Estambul, hijo de judíos sefaradíes, su próspera familia lo había mandado a estudiar con Husserl en Alemania. Gerassi pasó de esquiar con su compañero de estudios Heidegger a dejarlo todo por la pintura, robarle una novia al gran músico vienés Alban Berg (la ucraniana Stepha, que sería la madre de Juanito y el amor imposible de medio Quartier Latin) e irse juntos a morirse de hambre en París. Ella trabajaba para que él pintara y, cuando podía, se anotaba en un curso en La Sorbonne. Así conoció Sartre a Gerassi: Simone de Beauvoir quedó deslumbrada con Stepha en un curso (y siguió siendo íntima de ella después de la pelea entre los maridos). Gerassi sólo abandonó Barcelona en el último avión republicano que zarpó antes de que cayera la ciudad. Se tiró en paracaídas del otro lado de los Pirineos porque Francia metía en campos a los republicanos que cruzaban la frontera. El playboy Porfirio Rubirosa, que además de vendedor de armas ocasional era yerno del dictador dominicano Trujillo, le consiguió unas visas a cambio de favores prestados (Gerassi y Malraux le compraban a Porfirio las armas para los republicanos). Gerassi repartió las visas entre sus amigos judíos en París y se quedó con las últimas tres para su mujer, su hijo y él. Llegaron a Nueva York poco antes de Pearl Harbor. Dos semanas después, él estaba con las OSS: su misión (por su experiencia de campo en las brigadas republicanas) fue ir clandestino a España, armar una red y estar listo para volar ciertos puentes estratégicos si los tanques nazis decidían pasar por la España franquista para defender Africa del Norte.

Gerassi se había peleado con los comunistas en España y después de la guerra se volvió un sospechoso permanente para los norteamericanos también; en la era macartista le hicieron la vida imposible. Sobrevivía con Stepha y Juanito en una escuela perdida en Vermont, que ella convirtió en un establecimiento educativo modelo, la Putney School of Arts. Después de ponerla en marcha, Gerassi la dejó en manos de Stepha y volvió a la pintura. Era una suma de desencantos. Nunca quiso exponer, ni volver a militar, ni tampoco enseñar. Echó a su hijo de la casa a los quince años: Juanito quería estudiar marxismo y hacer su tesis sobre Sartre. Poco antes había tenido lugar el único encuentro de Gerassi y Sartre después de la guerra, que empezó con una visita al MoMA a ver una muestra de Mondrian (“Sí, pero pintar así es no hacerse preguntas difíciles”, murmuró Gerassi) y terminó cuando ambos se acusaron a gritos de haber claudicado moralmente, como si frente a frente no pudieran no ser los personajes de Los caminos de la libertad.

Juanito nunca hizo su tesis sobre Sartre pero en 1970, luego de recorrer el globo como activista internacional intentando en vano conciliar en él las tendencias del hombre de acción y del hombre de ideas (Tribunal Russell, Cuba, Vietnam, Revolución Cultural china, Bolivia con el Che), Sartre lo ungió inesperadamente como su biógrafo oficial y arreglaron encontrarse una vez a la semana a charlar delante de un grabador. Sartre está cansado: la tarea de ser la conciencia del mundo lo abruma un poco desde que los médicos le prohibieron las anfetaminas. Encontrarse con Juanito lo hace sentir en familia: Juanito conversa durante la semana con aquellos cercanos a Sartre en distintas épocas y, cada viernes, le cuenta lo que dicen (que es bastante, ya que a todos les pasa lo mismo que a Sartre con “el hijo de Stepha y Fernando”). Pero Juanito, como su padre, no tiene paz: desde el principio cree que ser biógrafo de Sartre es erigirse en fiscal de cada uno de sus actos, tal como había hecho con su padre biológico, noche tras noche, hasta el portazo final (y el instante siguiente, en que oyó a Gerassi gritarle a Stepha detrás de la puerta: “¡Déjalo! ¡Si puede sobrevivir esta noche, significa que era hora de irse de casa!”).

Juanito Gerassi durmió sobre esas cintas casi cuarenta años. Nunca escribió la biografía. Luego de la muerte de Sartre publicó sin pena ni gloria un voluminoso estudio sobre él (“La conciencia odiada de su tiempo” es el subtítulo). Veinte años más tarde, cuando le quedaban sólo tres años de vida, entregó las cintas a Yale a cambio de que publicaran una desgrabación y selección de ellas hechas por él. Es un libro patético y tristemente conmovedor a la vez, con su padre, con Sartre y con él mismo. Marechal decía (y yo no me canso de repetirlo como mantra) que de todo laberinto se sale por arriba. Juanito Gerassi tenía delante de sus narices la salida a su laberinto, pero no la vio porque no supo mirar por arriba de aquel duelo de machos cabríos y hacer foco en Stepha Awdykovicz, su madre, esa mujer que enseñó filosofía, música, botánica y astronomía a tres generaciones de jóvenes dotados sin recursos en Norteamérica. Los interesados encontrarán un capítulo entero dedicado a ella en las Memorias de una joven formal, de Beauvoir. Yo prefiero cerrar con un hermosísimo retrato que le hace el hijo sin darse cuenta, cuando Sartre le pregunta en una de las últimas conversaciones cómo anda de los achaques la hermosa Stepha: “Ya casi no ve, pero conoce tanto las plantas de su jardín que puede distinguir a tientas los yuyos y sacarlos. Le duelen tanto las manos que, cuando toca, le caen lágrimas, pero la música la consuela igual. Está demasiado sorda para oírla, pero dice que la siente a través de los dedos”.

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