EL MUNDO › FRONTERA CALIENTE

Una Meca llamada El Alto

 Por E. F. y P. St.
Desde Copacabana, Bolivia

Muchos peruanos atraviesan la frontera, en la noche, intentando no ser vistos. Otros la cruzan en pleno día para ver. La ciudad de Copacabana, en el límite entre Bolivia y Perú, recibe varios tipos de “invasiones” peruanas. La más popular tiene que ver con la virgen de Copacabana; la más clandestina con los migrantes que entran ilegalmente en Bolivia. Una peregrinación más reciente pero con no menos fe es la de quienes buscan concretar un milagro anunciado no por el párroco de la iglesia local, con aires de mezquita, sino por los representantes de un régimen ateo: los médicos cubanos que prometen devolver la vista truncada por las cataratas o el pterigion (carnosidad) pero más aún por la pobreza crónica que impide a los campesinos pagar la operación. De hecho, los relatos sobre las “obras” de la virgen corren hoy con la misma velocidad que los que hablan de la eficiencia de los galenos cubanos.

Como tantas otras, la de Copacabana es una frontera desafiada por las afinidades culturales que reinan a ambos lados de la línea limítrofe poscolonial. Sus calles son un mosaico de indígenas y “gringos” que pasan por este pueblo turístico rumbo a la mítica Isla del Sol o a la más mítica aún ciudad de Cuzco, sede de las ruinas del Machu Picchu. Los aymaras creen que su milenaria cultura, que resistió al poderoso imperio inca y a la colonización española, está por encima de mapas y pasaportes que dividen en dos al Titicaca y sus territorios aledaños. Las diferencias a ambos lados de la frontera son imperceptibles y los aymaras se encargan de sedimentar la “unidad nacional” fragmentada mediante el comercio (buena parte contrabando, principalmente de garrafas) y la devoción común por la virgen patrona de Bolivia. Cada 6 de agosto las banderas peruanas compiten con las bolivianas y los soles circulan junto a la moneda local. Los habitantes de Copacabana festejan el boom comercial pero también se quejan: los 25 policías del pueblo no dan abasto para frenar la inseguridad de ese día de promesas, devociones y alcohol. Esta unidad territorial fue resaltada por Evo Morales y Ollanta Humala, que el 8 de mayo de 2006 inauguraron juntos la Misión Milagro, en un gesto del mandatario boliviano que intentó ser un espaldarazo para el candidato nacionalista que había ganado la primera vuelta y sería derrotado, pocos días después, por el carismático Alan García, pero arrasó en el sur peruano.

Tampoco los migrantes ilegales respetan la frontera en su búsqueda del milagro de la supervivencia y utilizan este paso limítrofe para llegar a una modesta meca: El Alto, una ciudad de 800 mil habitantes, a tres horas de Copacabana, que bordea por el norte a La Paz. Conocida por las sublevaciones sociales de 2003 y 2005, El Alto alberga una humilde pero no despreciable industria –joyas de oro, madera, textiles, reacondicionamiento de autos japoneses con el volante a la derecha, etc.— que atrae migrantes, tanto del interior de Bolivia como del país vecino. Hoy unos 50 mil peruanos trabajan en esta urbe “campesina” que registra el mayor crecimiento poblacional junto con Santa Cruz de la Sierra. La importancia es tal que Lima abrió un consulado en esta ciudad en noviembre de 2005 después de donar un millón de dólares para las escuelas públicas del lugar.

También esta frontera vio pasar a militantes de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) que escapaban de las autoridades peruanas, muchos de los cuales comenzaron una nueva vida en Bolivia como refugiados políticos. Lo mismo que indianistas radicales que, en los ‘80, fueron a entrenarse en las filas del “presidente Gonzalo”.

Dirigentes sindicales alteños aseguran que los trabajadores peruanos ocasionan una fuga de divisas de hasta unos 200 mil dólares por semanaporque, “además de ganar más que los bolivianos, envían un gran porcentaje de sus salarios a su país”. Los trabajadores locales sostienen, además, que los empresarios alteños no cumplen con la normativa laboral boliviana, que establece que en las compañías pueden trabajar como máximo un 15 por ciento de empleados extranjeros, y la policía y los funcionarios de migración paceños persiguen a los ilegales de la misma forma en que son acosados los bolivianos ilegales en varios países extranjeros. Como siempre, los prejuicios se reflejan en los estribillos futboleros: “ladrones, ladrones”, grita la hinchada boliviana en los partidos que enfrentan a equipos de ambos países andinos. “Vamos a la playaaaaaa”, responden los “peruchos” recordando el trauma nacional boliviano: la pérdida del litoral marítimo a manos de los chilenos en la guerra del Pacífico de 1879, en la que Bolivia y Perú pelearon –y perdieron– juntos contra los chilenos.

Mientras tanto, Copacabana, que combina el árido marrón altiplánico con el azul marino del Titicaca –donde se entrena la pequeña Armada nacional–, se va convirtiendo en la frontera de la esperanza. Es “un programa lindo pues, para los pobres”, sintetizó Elva Almarcy Guarachi, alejada de interpretaciones políticas. El día de la inauguración esta indígena de 67 años recuperó la vista perdida por una afección de cataratas.

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