EL PAíS › OPINION

Susana, la caja y las raíces de la antipolítica

 Por José Natanson

Lógicamente conmovida por la muerte de un ser querido, Susana Giménez reivindicó una sociedad sin mediaciones, en la que “el pueblo” se haga cargo de lo que los políticos no quieren hacer. Poco antes, cuando se difundió el proyecto oficial de crear un ente para intervenir en el comercio de granos, algunos líderes agropecuarios respondieron con el clásico argumento de “la caja”. Y hasta el acuerdo entre el Gobierno y el campo fue leído por los analistas como un resultado arrancado a duras penas a una corporación política naturalmente inclinada a la maldad. A veces afantasmada y a veces explícita, la antipolítica se ha convertido en un sentido común que se pronuncia más que pensarse y que lo sobrevuela todo, pero que tiene raíces profundas que vale la pena estudiar.

Las raíces

El origen puede rastrearse en el inicio mismo de la conformación de la Argentina como nación. En “Vaca flaca y Minotauro” (revista Nueva Sociedad Nº 179), Christian Ferrer explica que el rechazo a los políticos se remonta a los inmigrantes de la Europa pobre que poblaron el país a principios de siglo y que portaban una resistencia casi genética a la autoridad, resultado de las experiencias autocráticas de sus lugares de origen. Durante años excluidos por extranjeros de la participación política, construyeron las primeras organizaciones sindicales de orientación anarquista, dejando una marca que pudo verse, atenuada por el tiempo, en la efímera quimera asamblearia de diciembre del 2001.

Más tarde, desde los ’30, la derecha nacionalista y católica centraría sus críticas en la política burguesa, como un reflejo criollo de las tendencias en el mismo sentido que se vivían en la Europa de entreguerras. Más tarde, el peronismo asumiría un carácter movimientista que incluía un rechazo a los partidos –se planteaba de hecho como una superación de los mismos– y un desdén institucional que persiste hasta la actualidad. En los ’70, la izquierda radical orientaría su lucha contra la democracia hueca y formal. Y durante todo este tiempo el Partido Militar utilizó el slogan antipolítico como justificación para sus golpes de Estado.

La tecnocracia antipolítica

En los ’90, fenecida la lucha de clases y desactivada la opción militar, la antipolítica adquirió un tono modernizante y tecnocrático. En el Zeitgeist menemista, la política fue desplazada por la economía y el político reemplazado por el tecnócrata, bajo la ilusión de que existían soluciones neutras –técnicas, en la palabra de la época– para los grandes problemas nacionales.

Esta tendencia, registrada en prácticamente todos los países de América latina, se vio reforzada por una particularidad bien argentina: el persistente mito de la riqueza indestructible del país de las vacas y las mieses. En efecto, con el colapso del modelo estadocéntrico de sustitución de importaciones y su reemplazo por el esquema neoliberal, la ilusión de la Argentina rica llegaba definitivamente a su fin. Como sucedía por la misma época con la Venezuela Saudita, la sensación de caída dejó una marca profunda en el imaginario nacional. Moisés Naím, director de la revista Foreign Policy, inventó un silogismo que explica cómo esta desilusión general se transformó en un rechazo a la casta de los políticos. Trasladado a la Argentina, el silogismo queda así: “Argentina es un país rico, yo soy pobre, luego, alguien se robó mi dinero”.

El problema es que Argentina nunca fue un país rico. Atravesó sí una fase de riqueza transitoria, que llegó a su apogeo en el bicentenario, reconocida por historiadores e intelectuales. “El crecimiento económico derivado de la excepcional expansión de la frontera agropecuaria creó riqueza, la concentró regionalmente y generó una nueva estratificación con altas tasas de movilidad social” (Natalio Botana y Ezequiel Gallo, De la República posible a la República verdadera, Emecé). Es cierto, entonces, que en aquel momento el país tenía el PBI per cápita más alto de América latina, doblando al de Cuba, que seguía en prosperidad, pero también es verdad que se trataba de una situación temporaria derivada del incremento de los precios de los productos de exportación.

En verdad, Argentina era, como todavía es, un país de rango medio. Pensar que se trataba de una nación rica e incluso desarrollada es como afirmar que lo era la Venezuela de los ’70 –con un PBI per cápita que duplicaba el de Francia– o los Emiratos Arabes –con un ingreso por persona superior al de Alemania y Francia– lo son hoy. Confundir desarrollo económico con buenos términos de intercambio es la esencia del mito agroexportador de la Argentina dorada, cuyo aporte a la fortaleza de la protesta del campo habrá que estudiar con cuidado más adelante.

Antipolítica latinoamericana

El mito de la Argentina-potencia, al que prácticamente todos los presidentes desde la recuperación democrática han recurrido antes o después, tiñe el sentimiento anti-político de un color especial.

Sin embargo, no se trata de una particularidad local, sino de un fenómeno general, incluso mundial, que se vive de diferente forma según el país: en Ecuador, por ejemplo, el sistema de equilibrio costa-sierra se fue desarmando tras el fracaso de un outsider tras otro: desde el inolvidable Abdalá Bucaram, cuyas primeras medidas como presidente fueron el anuncio de que grabaría un disco con el grupo Los Iracundos y el intento de contratar a Diego Maradona por un millón de dólares, al ex golpista Lucio Gutiérrez o el actual presidente Rafael Correa. En Venezuela, el estallido del sistema de Punto Fijo –un esquema aparentemente sólido, con un bipartidismo consolidado, todo muy prolijo– dio paso a la elite bolivariana capitaneada por Chávez.

En ambos casos, el cambio de un esquema a otro implicó el desplazamiento de las elites políticas tradicionales y su reemplazo por otras nuevas, cosa que no sucedió en la Argentina, donde la clase política, en buena medida gracias a su astucia para autoprotegerse durante los peores meses de la crisis del 2001/2002, logró mantenerse en pie. A pesar de ello, hay que reconocer que los grandes líderes de los ’80 y ’90 –Alfonsín, Menem, Duhalde, De la Rúa, Chacho– fueron reemplazados por otros nuevos.

La despolitización de la política

La antipolítica se alimenta de tendencias profundas, tanto de derecha como de izquierda, que pueden rastrearse hasta el inicio de lo que los nacionalistas antiguos llamaban la “argentinidad”. Hoy, la antipolítica se ha transformado en un sentimiento extendido hasta el último rincón de la sociedad, agitado diariamente desde múltiples lugares: las organizaciones de la sociedad civil, los think-tanks liberales y, sobre todo, desde esa fuente inagotable de lugares comunes y slogans vacíos que es el periodismo televisivo.

Allí, en los sets, la antipolítica se despliega en sus más variadas ramificaciones: la crítica a la lista sábana (aunque se sabe que es el sistema que mejor garantiza cierta proporcionalidad en la representación), la defensa del parlamentarismo (aunque se trate de un régimen que exige los tan criticados pactos entre cúpulas y acerca de cuya deificación viene alertando el bloguer “El Criador de Gorilas”) y la fetichización de la división de poderes (tópico favorito de los republicanistas abstractos como el rabino-celebrity Sergio Bergman). En todos los casos, se habla de estas cosas como si no se tratara de arreglos institucionales –seguramente perfectibles pero en absoluto malignos– sino de las encarnaciones del mismísimo demonio.

Pero lo más curioso es que son los mismos políticos quienes contribuyen a propagar los efectos de la anti-política con un encono no por inconsciente menos efectivo. Como el perro que se muerde la cola, ellos también alimentan este particular sentido común. Así, prácticamente cualquier iniciativa del Gobierno (la estatización de las AFJP, la nacionalización de Aerolíneas, las retenciones, la creación de un ente para intervenir en el mercado de granos) es analizada por los líderes opositores en base a la figura multiuso de “la caja”. Del otro lado, el Gobierno también aporta lo suyo. El argumento de que nuevos y viejos opositores, como Felipe Solá o Carlos Reutemann, se oponen a la política agropecuaria oficial simplemente porque tienen tierras, y por lo tanto intereses directos en el negocio, opera en el mismo sentido.

Porque, ¿qué sentido tiene discutir la reforma previsional, el sistema aerocomercial o la regulación de los precios de los alimentos si el único objetivo de cualquier iniciativa oficial es la corrupción? ¿Y para qué escuchar los argumentos de Solá o Reutemann si su único interés consiste en incrementar su rentabilidad de latifundistas de pañuelo al cuello?

Asignarle intenciones espurias al adversario es un recurso fácil para ganar el debate en la siempre crispada arena mediática, pero que en el largo plazo genera un efecto despolitizador que los (nos) perjudica a todos.

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Imagen: DyN
 
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