EL PAíS

Kirchner y el tribunal de la Historia

 Por Irene Cosoy, Gabriel Di Meglio,
Federico Lorenz, Julio Vezub y
Fabio Wasserman *

Luis Alberto Romero es un historiador que ejerció durante más de dos décadas como profesor titular de la materia Historia Social General en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. En el programa de dicha asignatura se recomendaba examinar los procesos históricos “desde la perspectiva de los sujetos sociales, que coexisten en relaciones conflictivas y que, más allá de su conciencia e intencionalidad, son los agentes de los cambios”. Como enseñaba el profesor en sus clases, esas conflictivas relaciones entre los sujetos sociales hacen a la Historia única en cada instancia.

Ninguna de estas advertencias o principios parecen estar presentes en la breve columna que publicó en Clarín el pasado 28 de octubre ante la sorpresiva muerte de Néstor Kirchner. Allí pone el eje en la personalidad facciosa del ex presidente, que habría impedido el normal funcionamiento de las instituciones republicanas. Al hacerlo, soslaya la importancia de los conflictos de intereses e ideologías, reduciendo así las disputas políticas a las características personales de algunos actores privilegiados, lo que desde el punto de vista de los estudiosos es estrecho y ahistórico. Romero nos dice que el conflicto social en la Argentina se debe a un problema de estilos y formas de gobierno. Para ello, utiliza un lenguaje plagado de metáforas tan poco felices como tendenciosas: la incertidumbre política dejaría de ser tal si la Presidenta eligiera “el camino de la concordia y la institucionalidad”, en oposición al “endemoniado juego faccioso” y “los demonios que Kirchner desató en los últimos años”.

Para Romero, los conflictos no se deben a la existencia de distintos intereses y proyectos de país expresados por diferentes fuerzas políticas (e incluso al interior de esas mismas fuerzas), sino más bien a una pareja gobernante, mutilada ahora por la muerte, que con sus formas agrede al conjunto armónico de una república que sólo existe en la mente del colega columnista. Como si se tratara de un cuento infantil, todos los males son causados por la personalidad de los principales protagonistas de nuestra vida política. En esta interpretación no hay clases, ni intereses, ni corporaciones, ni sujetos, ni actores sociales. Nada de lo que los historiadores buscamos identificar y explicar cuando hacemos nuestro trabajo, sean cuales fueren nuestras convicciones ideológicas.

Para legitimar su discurso, Romero apela a su profesión de historiador e ilustra la coyuntura actual con ejemplos del pasado. En primer lugar, la muerte de Perón en 1974. Y aunque ya desde el título se cuida de señalar que Cristina Fernández no es Isabelita, su análisis induce la idea de que existe el peligro de que lo sea, si persevera en el camino de su esposo (“los demonios que de-sató”). Nunca comenta que existen intereses a cuyos defensores les serviría presentarla como la viuda de Perón y a la Argentina del 2010 como a la de 1975. Como trazar esa comparación resulta muy forzado, porque ambas presidentas tienen características políticas muy diferentes y también las coyunturas son distintas, realiza otra: la situación actual se parecería a la de 1955, cuando un golpe de Estado puso fin al primer gobierno peronista. Pero el sesgo aparece también aquí: así como se detiene para evocar la consigna del “cinco por uno” de Perón, y que éste “no había sido sincero” en su llamado a la pacificación hecho días antes, el bombardeo de la población civil en Plaza de Mayo que lo precedió es presentado como un “fallido golpe militar”. Contextualizar el “cinco por uno” (que Romero utiliza para remitirse a la violencia peronista) no busca justificarlo, sino que lo sitúa históricamente: el “fallido golpe” de junio había truncado cientos de vidas en la retórica real y sangrienta que la reacción ha desarrollado en nuestro pasado. En esa ocasión, la oposición hizo algo más que no “colaborar lealmente”, como señala Romero.

La falta de contextualización y el análisis abstracto se hacen más evidentes cuando se refiere al tema que verdaderamente le interesa tratar: el futuro próximo. Por eso considera que para acabar con la incertidumbre la Presidenta debería encabezar “una difícil transición, y que puede hacerlo con todos y para todos”, concluyendo que la oposición se acogería a este programa que le permitiría a la Argentina retornar a la normalidad institucional. Claro que omite decir quiénes redactarían ese programa, cuáles serían sus contenidos, por qué se está ante una transición, en qué la situación institucional es “anormal” y, sobre todo, qué significa gobernar con todos y para todos en una sociedad atravesada por numerosos conflictos que preexisten al actual ciclo político y que tampoco desaparecerían aunque el Gobierno cambiara de signo o de estilo.

Estos desaciertos panfletarios se suman a una serie de falacias históricas que viene publicando en otros medios, como cuando comparó a la multitud kirchnerista reunida frente al Congreso al producirse el recambio parlamentario en el 2009 con los seguidores de Mussolini y Hitler, o cuando criticó que la política de derechos humanos del Gobierno había roto con el consenso que existía en la sociedad argentina al respecto desde 1983. Romero no está escribiendo historia, sino proyectando sus propias creencias y posicionamientos, haciendo de ellas una verdad general.

Los historiadores sabemos que los procesos históricos son el resultado de un complejo entramado de disputas entre sujetos sociales portadores de distintos intereses e ideas. También sabemos que la Historia no se repite. No obstante, las actitudes humanas e intelectuales de quienes la interpretan, así como una sensibilidad forjada en patrones elitistas o que conciben con estrechez la participación y los comportamientos populares, parecería que sí pueden repetirse con ligeras variaciones. El gorilismo, término que no es ya una chicana, sino una definición política precisa, explica buena parte de las posiciones ante la actual coyuntura.

El día mismo de la muerte del ex presidente, sin preocuparle las zonas de la sensibilidad que pudiera afectar, Romero se atribuyó el rol de fiscal en el Tribunal de la Historia. Y si de demonios se trata, ya se puede presumir adónde lo condenará.

Es importante entonces que establezcamos claramente desde dónde nos referimos al pasado: aclarar cuándo escribimos historia y cuándo no. La misma ilusión de un consenso armónico posdictatorial llevó a Romero a explicar, en un texto reciente, cómo durante la transición a la democracia, para fortalecer las instituciones, había debido optar entre ser ciudadano e historiador, privilegiando lo primero. En esa ocasión decidió omitir lecturas de crítica histórica para impulsar un cierto modelo de institucionalidad. Tal vez haya vuelto a optar, sólo que esta vez no les avisó a los lectores.

* Historiadores.

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