SOCIEDAD › LA EXPERIENCIA DE DOS CIUDADES DONDE SE APLICAN LEYES DE BASURA CERO

Nada se pierde, todo se recicla

En San Francisco, California, lograron reducir en cuatro años la cantidad de basura que se entierra en un 70 por ciento. Los vecinos separan los residuos en tres recipientes. Los secos se reciclan, con los orgánicos producen compost. Una experiencia similar en Oakland.

 Por Eduardo Videla

Desde San Francisco, California

El camión recorre a media mañana las calles empinadas de la ciudad. Moisés Reynoso, el único hombre que acompaña al chofer, engancha los dos recipientes –uno verde, el otro negro– en el mecanismo que, en forma automática, los volcará en contenedores separados, dentro del vehículo. Antes, Moisés revisó el contenido de los tachos, para saber si los materiales estaban bien separados. Si la mezcla supera lo tolerable, le dejará al vecino el recipiente lleno con una esquela donde se le advierte que la próxima se le aplicará una multa. Desde hace cuatro años, los habitantes de San Francisco –unos 800 mil– separan su basura en tres recipientes de diferente color: los reciclables por un lado, los orgánicos por otro, y los que van directamente a relleno sanitario. De esa manera, han logrado reducir en ese lapso la cantidad de basura que se entierra en un 70 por ciento. Ese dato ha convertido a la ciudad en una de las líderes en el mundo en la aplicación del objetivo “basura cero”, el mismo que se propuso Buenos Aires hace tres años, pero que ni siquiera empezó a implementarse.

La historia no empezó hace cuatro años sino antes, en 1989, cuando el estado de California sancionó una ley que obligaba a sus ciudades y condados a implementar políticas para reducir la generación de residuos. “Primero se empezó separando papel, vidrios y plásticos, pero en 2004 comenzó a funcionar lo de los tres tachos”, cuenta Moisés, que vino hace nueve años desde México y se quedó a vivir aquí, en las afueras de San Francisco. El recolector, que gana más de 3000 dólares mensuales, dice que “después de cuatro años la mayoría de la gente cumple, aunque en los edificios con muchos departamentos es donde menos se respeta la separación”.

Página/12 recorrió San Francisco y la vecina ciudad de Oakland, en el condado de Alameda, visitó las plantas de transferencia, los centros verdes donde se separan los materiales reciclables para su posterior comercialización y los terrenos donde se produce el compost a partir de los desperdicios de comida y los restos de poda y jardinería. La visita fue organizada por Greenpeace Argentina y la Alianza Global para Alternativas a la Incineración. De esa manera pudo verse cómo el grave problema de la basura –la contaminación irreparable originada en el enterramiento indiscrimnado– fue abordado como política de Estado por municipios, condados y el propio estado de California, a contramano de lo que ocurre en gran parte del país. También se pudo comprobar que el reciclado es, más allá de sus efectos ambientales, un excelente negocio para las empresas que han industrializado el proceso en pos de máximos beneficios.

Hay otras diferencias con Buenos Aires que merecen mencionarse. En San Francisco, los camiones pasan una vez por semana para recoger el contenido de los tachos verdes (orgánicos) y otra para vaciar los azules (reciclables) y los negros (desperdicios para su disposición final). ¿Cómo soportan los vecinos un recipiente con comida durante una semana dentro de su casa? Jack Macy, coordinador comercial de la campaña Basura Cero en la agencia ambiental de San Francisco, explica que las bolsas que se utilizan para almacenar estos residuos que se pudren están hechas con un plástico orgánico, a base de maíz, que disimula bastante el hedor típico de la comida en descomposición. “Si el cliente (es decir el vecino) requiere de una recolección más frecuente o en recipiente más grande, aumenta el costo del servicio”, dice Macy mientras acompaña el recorrido de uno de los camiones por Potreros Hill, un barrio de calles amplias y viviendas carísimas. Funcionario y periodistas persiguen a los recolectores a bordo de una limusina, transporte que resulta exótico para visitantes pero que aquí resulta, en esta época, más barato que una combi.

Otra diferencia con el sistema porteño es la relación contractual entre empresas, Estado y usuarios. La recolección está a cargo de una empresa privada, pero es la propia compañía la que cobra el servicio a los usuarios, al igual que la electricidad o el teléfono: a partir de los 25 dólares mensuales para una familia, desde 100 dólares por mes para un comercio gastronómico. El ingreso promedio de un empleado no calificado es de 2 a 3 mil dólares mensuales. En cuanto a los contratos, se extienden desde los cinco a los veinte años y se otorgan a una sola empresa (en San Francisco, la Norcal Inc.), que controla a través de subsidiarias todo el circuito, desde la recolección y clasificación hasta el reciclado y venta de los materiales producidos. Y de lo que recauda, la empresa paga un canon de aproximadamente el 33 por ciento al Estado: de esa manera se financian las campañas que publicitan la separación.

Separados en origen

En Taylor’s, uno de los locales de fast food ubicados en el Ferry Building –un antiguo embarcadero reciclado como mercado, oficinas y gastronomía, al estilo de Puerto Madero–, los oficinistas hacen cola para almorzar y los que ya terminaron se detienen con su bandeja ante los carteles que indican dónde tirar cada cosa: qué es lo reciclable, qué es lo orgánico y cuál es la auténtica basura.

¿A dónde van a parar esos materiales? Todo se dirige, ya separado, a un centro de transferencia desde donde se hace la distribución. La planta está administrada por grupos de recolectores urbanos que se fusionaron y fueron absorbidos por Norcal. Los reciclables, almacenados en los tachos azules (papeles, vidrio, plásticos, botellas y metales), van a un centro verde. El material orgánico que proviene de los recipientes verdes (restos de comida, pasto y ramas) se traslada al centro de compostaje, en una zona rural, en las afueras de la ciudad. El tercer grupo, el de los residuos que no admiten tratamiento, terminan su recorrido en un relleno sanitario como los del Ceamse.

San Francisco genera 1,8 millones de toneladas de basura por año. El 21 por ciento va a parar al centro verde, una planta de separación de residuos secos, reciclables. Los camiones vuelcan su contenido en enormes pilas de basura seca que una pala mecánica deposita de a poco en una tolva. El material cae en una cinta continua que primero sube, dejando caer las botellas de vidrio, mientras que a los metales los arrastra un electroimán. Lo que sube, entonces, son papeles, cartones y plásticos, que los operarios clasifican en forma manual, ya en una cinta horizontal, cuya velocidad hace recordar la escena más célebre del film Tiempos modernos.

El centro verde está enclavado en la zona portuaria de San Francisco, lejos de áreas urbanas. Aunque su material no es contaminante, la geografía que lo rodea remite más a un área industrial que a un barrio residencial. Los enormes fardos de papel son embarcados directamente hacia China, que importa ese material a un costo que hasta hace poco era de 130 dólares por tonelada pero que ahora, por la crisis, bajó casi un 80 por ciento.

¿Qué ocurre con los orgánicos? Desde el centro de transferencia son llevados a la planta de compostaje que funciona en Vacaville, una zona rural a unos 80 kilómetros de San Francisco. Se trata de otra subsidiaria de Norcal, que produce compost a gran escala y lo vende a granjas y empresas agropecuarias. Allí se cierra el círculo de un negocio que podría tener el slogan de “nada se pierde”. “El centro tiene capacidad para tratar 270 toneladas de orgánicos por día (el 65 por ciento son restos de comida, el resto, residuos de la poda), lo que se convierte en unos 422 mil metros cúbicos de compost por año”, explica Greg Pryor, manager de la planta, mientras hace pasar un escarbadientes de un lado a otro de su boca, sin escalas.

Greg pasea su enorme figura por las siete hectáreas y muestra el recorrido que hace allí la basura orgánica: una pala mecánica vuelca la carga que acaba de dejar un camión en la línea de separación: una especie de tamiz gigante con forma de cilindro que gira y deja pasar sólo la basura de tamaño chico, que va directo al compostaje. Los trozos grandes son clasificados a mano por un pequeño grupo de operarios, que sacan aquello que pudo haber escapado en la clasificación hogareña, como plásticos o metales. Luego va todo a la molienda. El olor a podrido se hace intenso, penetrante, insoportable para el humano medio pero no para las gaviotas, que sobrevuelan los desperdicios, buscando ellas también algo útil, pero para su digestión. Un halcón especialmente entrenado se encarga de alejarlas de los materiales descompuestos, que puede enfermarlas, explica Greg, todavía con su palillo.

La basura molida se amontona en pilas de 200 metros de largo, que se cubren con una media- sombra. Allí, los desperdicios humean: por dentro, la pila alcanza una temperatura de 60 grados. Después de dos meses, lo que era nauseabundos desperdicios de alimentos queda convertido en un material que adquiere el color y el aroma de la tierra fértil. Todo por obra y gracia de la naturaleza. Sólo hay que remover esa pila dos veces por semana, para garantizar una calidad pareja. “Si se entierra, se desperdicia un material que puede ser aprovechable”, razona Greg. El compost generado se usará, entre otros lugares, en los viñedos de los valles de California.

Contaminantes

Pero no todo en la vida es orgánico o reciclable. ¿Qué hacen los vecinos de San Francisco para librarse de sus computadoras y electrodomésticos obsoletos, pinturas, escombros o trastos viejos, de esos que en Buenos Aires suelen terminar en la vereda o en un volquete? En la estación de transferencia mencionada más arriba no solo se recibe lo que traen los camiones de la compañía. Los propios vecinos llevan en sus camionetas el descarte de un día de limpieza hogareña: maderas, aparatos en desuso y hasta juguetes que van a parar al centro de clasificación. Allí, absolutamente todo parece tener valor: desde las computadoras en desuso, que son desmanteladas hasta su más mínima expresión para reutilizar sus componentes, hasta los escombros, materia prima para futuros pavimentos, y la madera, que se muele para usarla como capa protectora de la tierra en los jardines.

Pilas, pinturas, aceites, aerosoles y todo el descarte de tóxicos hogareños también tienen su lugar. El público los deja aquí para ser llevados luego a los centros de tratamiento.

Sin retorno

En las calles de San Francisco no hay cestos papeleros cada 30 metros, como en algunas zonas de Buenos Aires. Solo en algunas esquinas pueden encontrarse enormes cubos de cemento de metro y medio de lado con un tacho en el centro, a prueba del más extremo de los vandalismos. Allí va a parar la basura que generan los transeúntes. Allí, cuando cae el sol, Kim –un cartonero de origen oriental– busca latitas de gaseosa o cerveza. Los llamados hurgadores muestran que, en medio de tantas necesidades satisfechas, la pobreza aquí también existe. Con una bolsa o un carrito de supermercado, indagan en los tachos que ya sacaron los vecinos o los que tiene en la puerta cada comercio, en busca de latas y botellas de plástico que luego venderán al único comprador posible: la empresa que monopoliza la gestión de los residuos en la ciudad.

Mezcla de conciencia ambiental y negocio del reciclado, el sistema que apunta a la Basura Cero está en marcha. No empezaron ahora sino hace quince años. Una experiencia que intensificaron con campañas agresivas que desembocaron en un camino que parece sin retorno: el enterramiento indiscriminado de basura puede evitarse.

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Imagen: Brad Wenner/Greenpeace
 
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