SOCIEDAD › UN GAY Y UNA TRAVESTI SE CASARON EN LA CáRCEL

Los novios saludaron en el patio

Eduardo y Vivian contrajeron matrimonio ayer en el penal de Ezeiza. La ceremonia, la historia de la pareja y sus planes.

 Por Soledad Vallejos

Empezaba la mañana y el pasillo de la Unidad 6 del Complejo Penitenciario I, de Ezeiza, parecía un hormiguero de uniformes azules, tacos altísimos, borceguíes, purpurina, cámaras. En una pequeña sala, Eduardo P. apenas podía hablar “de los nervios”, y no soltaba la mano de Vivian G., que recién empezaba a tranquilizarse. Había dormido cuatro horas, ella, “preocupada por él: quería arreglarlo, que estuviera bien, lindo, acomodarle el traje, peinarlo”, y sabía que era imposible, porque aunque compartan el pabellón de hombres, a cada cual le corresponde un sector distinto: el de homosexuales para él, el de travestis para ella. De todos modos, poco antes del mediodía, ya eran un matrimonio. “Con esto soñé desde los 12”, había dicho a esta cronista Vivian un rato antes, en la salita, mientras sujetaba con la mano libre las flores plásticas de un rosado furioso y disfrutaba el vestido blanco de corte sirena que llegó a sus manos cuando parecía perdido, quizá porque “toda la noche lloré y le pedí a Dios que apareciera”. A más de cinco años de una relación que comenzó “afuera”, se vio interrumpida repentinamente por la cárcel y volvió a comenzar también en la prisión, porque el azar quiso que se cruzaran una mañana en el mismo pasillo de la misma unidad, Eduardo y Vivian se casaron en el penal que celebró, ayer, su primer matrimonio igualitario entre personas privadas de su libertad allí.

Falta un ratito para la ceremonia, pero en el gimnasio del módulo, convertido en sala del Registro Civil para la ocasión, esperan las sillas blancas, la mesa con el mantelito, y el rumor de algunas activistas LGBT, como Claudia Pía Baudracco, Claudia Castro y Alba Rueda. Las y los oficiales de Servicio Penitenciario van rumbeando hacia esa puerta ante el patio enrejado. En la salita, Eduardo aprovecha una de las poquísimas distracciones de Vivian, esa catarata de palabras y alegría y anécdotas sobre la vida muros adentro, para explicar por qué habían pedido que la prensa pudiera presenciar su casamiento: “Llegar acá nos costó, pero es un mensaje para que la gente tenga fuerza, para que se animen. Por ahí no lo hacen por vergüenza, pero si se quieren, se tienen que animar”. “A él le metían ideas –acota Vivian–; le decían que qué hacía conmigo.” “Pero yo elijo. Estoy bien con ella y me siento bien así. Siempre decía ‘ojalá me case con la persona que amo y pueda cambiar mi vida’. Ahora está pasando. ¿Por qué voy a negarlo?”

Por la libreta, además de imprimir sus huellas digitales en un acta (es norma que los DNI de las personas privadas de su libertad estén retenidos por las autoridades), “movimos cielo y tierra”.

Se habían conocido en 2005. Eduardo recuerda que “ella era gay”, y Vivian acota: “Me ponía los panchos”. “No tenía pechos, pero me ponía rellenos acá (en el torso), en la cadera, en la cola. Era la primera vez que él tenía una pareja travesti. Y desde el comienzo me propuso matrimonio.” Pero ella se negaba. Necesitaba “estar bien femenina”, no quería casarse “hasta estar completa”. “El me decía: ‘te quiero como sos’... ¡Por favor controlá tus nervios, Eduar –intercala al notar la tensión en la mano de su futuro marido–... El se llama Eduardo, pero le digo Eduar... bueno, le dije que después. Y un día salí y no regresé.” No convivían, pero Eduardo, que sabía que ella “trabajaba en el comercio sexual”, no supo qué había pasado.

–Disculpen... Emilse dice que dónde están las alianzas –interrumpe con timidez una voz por la puerta entreabierta, y desde el pasillo vuelven a llegar los rumores de la espera. La boda está cada vez más cerca. Eduardo, ante la noticia de los anillos inhallables, empalidece todavía un poco más; clava la mirada en su futura esposa, que sin dudarlo indica buscar en un estante determinado, entre cosas de lana, “en una telita rojita”. “A él lo veo muy nervioso”, comenta cuando la puerta se cierra.

Eduardo continúa su relato. Recuerda que, tras ese esfumarse de la noche a la mañana, la buscó; no dio con ninguna pista. “Pensé que se había vuelto a Perú sin decirme”, porque ella vive en Argentina hace años pero nació allí, donde sigue viviendo su familia. En el transcurso de esa noche, la vida de Vivian había cambiado. Meses después, en el penal de Marcos Paz, iba a la terapia; él la vio atravesar el pasillo y gritó su nombre. Era 2009; la separación llevaba cerca de cuatro meses. “Estaba desconocido. Con una facha... Yo iba corriendo, riendo, y cuando me llamó, yo volteé y lo desconocí. Le dije ‘¿qué has hecho, por qué estás así?’. El pensaba que lo había abandonado. Había caído ahí. Enseguida lo pedí para mi pabellón. Al principio, no nos creían que éramos pareja, porque cuando yo llegué a Marcos Paz no dije nada; no quería que él supiera. Pero enseguida vieron que era cierto. Y en el pabellón estábamos cerca. Ahí podías estar de la mano, besarte. Afuera no.”

–¿Por qué?

–Por respeto al Servicio Penitenciario –responde Eduardo.

–Son la autoridad mayor –acota Vivian–. Y además algunos otros internos se pueden ver celosos.

Y sin embargo, con el tiempo, en compañeros y quienes representan a la autoridad dentro de las cárceles comenzó a hacer mella la insistencia de Vivian por su identidad femenina. De nombrarla por el apellido y adjetivarla en masculino, pasaron, primero, a usar sólo el apellido; luego a tratarla de ella; ahora la refieren con su nombre femenino. La cuenta de los años se les escapa en el calendario burocrático; prefieren medir el paso del tiempo por la relación que llevan; a la pregunta de cuándo sucedió algo, responden enseguida con la historia de la pareja: a tantos años de conocerse, a tantos de “haber caído”, a tantos de haberse reencontrado en Marcos Paz, a tantos de meses de haber conseguido que el traslado a Ezeiza no separara a la pareja por disposiciones de pabellón.

“¿2005 no era que nos conocimos?”, pregunta Eduardo. “Sacá tu cuenta, pá. No te pongas nervioso. Está muy nervioso –insiste Vivian a esta cronista y el fotógrafo–. Es el gran paso de su vida, que no había podido casarse antes. Su antigua pareja falleció. Yo con esto soñaba a los 12. Siempre me dije que a los 18 iba a empezar a prepararme para tener una familia. Quería ser mujer.”

Ahora, rondan los 30, y los planes están cerca, porque ella recuperará su libertad el año próximo; él, en cambio, aún espera decisiones judiciales para saber su futuro inmediato. Desde el cambio de penal pasó algo más de un año. En el medio, por reclamar que les permitieran encontrarse en talleres y actividades deportivas, para poder compartir espacios en la vida cotidiana, Vivian pasó unos días en huelga de hambre. “Yo me desesperaba”, recuerda Eduardo. Vivian dice que lo recuerda, que sabe que él la veía mal. “Pasaba, por la ventanita quería acercarme cosas, algo para que comiera. Yo no quería nada. Me dejaba papelitos, cartitas.” Al tiempo, las autoridades concedieron los reclamos que ella y otras internas del pabellón sostenían. “Agradecí, lloré y pude verlo.”

Mientras tramitaban la unión civil, el Congreso tramitaba la ley de matrimonio igualitario. “No sabíamos qué pasaba”, dice Eduardo, que se enteró de la sanción la noche siguiente, “viendo televisión con los chicos”. “Dije ‘nah, mirá si van a aprobarla. Y me dijeron ‘mirá’. Y decían que sí, que había pasado en la madrugada.” “Gritó ‘¡Vivian!’”, grita Vivian. Acercan las sillas y sonríen.

Supieron la fecha de su casamiento con 20 días de anticipación. Estando en la unidad, fijarla no dependía tanto de sus deseos como de las posibilidades de la Justicia civil. Las disposiciones de la vida cotidiana puertas adentro no cambian: seguirá cada cual en su pabellón y podrán compartir espacios de talleres, aunque sí tendrán, sin embargo, derecho cada 15 días a una visita conyugal. “La íntima”, define Eduardo, quien recuerda que ya había comenzado a pedirla antes del casamiento. “Estaría lindo un pabellón de parejas”, arriesga Vivian, pero Eduardo procura ser realista. Dice: “Acá, digo siempre yo, estamos en cana, es lo que hay. Yo le decía a ella, cuando queríamos pedir algo, nos van a volar, nos van a separar. Pero acá estamos”.

Entraron en el gimnasio de la mano, entre aplausos. Ella había cambiado el ramo por unas margaritas radiantes que alguien le había regalado. Bajo cámaras, entre micrófonos, la jueza Catalina Ana Basilico felicitó a la pareja y recordó “las reivindicaciones alcanzadas en derechos humanos”, mientras entre el público a alguna activista empezaban a brillarle los ojos. De la mano, soltándose el menor tiempo posible, Vivian y Eduardo dieron el sí y firmaron, con un “¡vivan los novios!” de fondo que ella interrumpió al segundo: faltaban las alianzas.

–¡Melisa, Melisa! –pidió, y su compañera, que de la emoción había quedado paralizada en un rincón, apareció rauda con el tesoro.

Los novios saludaron en el patio.

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