CONTRATAPA

Estética del laberinto

 Por Mario Goloboff *

Quizás esté en la naturaleza, formado por las arenas del desierto, por los pasadizos y lianas de las selvas, por las estrellas del cosmos y los entretelones del barro sideral. O, aunque se diga inventado puramente por la mitología, tal vez haya antecedentes históricos, sobre todo egipcios; de ahí vendría, entre más virtudes, su nombre: lapi ro hunt. Pero ignoramos cómo pudo haber sido en la realidad aquella construcción, puesto que la imagen más cercana la hallamos en las caras de monedas que circulaban por el Mediterráneo entre los siglos V y II antes de Cristo.

El tema del laberinto, creado a pedido de Minos, rey de Creta, por Dédalo (artista, “pues era excelente arquitecto y el primero que hizo estatuas”: Apolodoro de Atenas, Bibliotheca, Libro III, cap. XV), que encuentra después su máxima expansión en la literatura y hasta últimamente en nuestra política, ha sido abordado por las artes desde tiempos remotos con significativa generosidad. Entre las primeras pinturas que se conocen, catalogadas como los más antiguos vestigios del arte occidental, deben estar las que provienen justamente del palacio de Cnosos, en la isla de Creta, pertenecientes al llamado arte minoico desarrollado entre el siglo III y el siglo II a. de C. Se trata de los “frescos del palacio de Cnosos”, en los cuales además pueden verse los juegos y deportes de la época, con un dominio del color realmente impresionante, y de donde han de haber pasado a Roma, ya que ocupa un lugar de privilegio el fresco recuperado de la desaparecida Pompeya, que se encuentra hoy en el Museo Arqueológico de Nápoles y data del siglo I. Se ve allí a un joven Teseo, desnudo y bello junto a un niño, una cabeza de toro y algo de un cuerpo humano asomando por la puerta a su costado, y a un niño más pequeño en cuclillas casi tendido a la izquierda, mientras un grupo de mujeres y hombres, que representarían al pueblo, lo rodean agradecido. Es, probablemente, la primera pintura conocida que retrata así al héroe, y ello con caracteres de una modernidad que aún hoy sorprende y emociona.

Después, las luchas contra el Minotauro aparecen en frisos, gemas, sarcófagos, bronces, ánforas y vasos; de estos últimos, son conocidos entre nosotros (quiero decir en este lado del mundo, aunque hay muestras por toda la Europa romana: Aix-en-Provence, en Francia, Torre de Palma, en Portugal, y hasta en Caesares, Hippona, Trípoli, El Djem, en Africa) la copa de Orvietto, que puede verse en el Museo de Florencia, y los mosaicos romanos de Navarra: aquí, la lucha se representa en un mosaico cordobés del siglo II, que exhibe límpidamente la pelea. A lo largo de las diversas muestras, Teseo se expone a la manera ateniense, desnudo y sin armas, o ya a la romana, armado con espada o maza, y con la vestimenta militar de la época. Por lo común, el laberinto aparece en mosaicos romanos procedentes de la geografía que abarcó el Imperio (desde Inglaterra hasta Africa del Norte), con una datación que va del siglo I al siglo IV. En muchos casos, el perímetro del mosaico representa los muros con almenas de una ciudad, puertas y torres simétricamente distribuidas, recordando por eso mismo, imprecisamente, el trazado de una ciudad romana, en rectángulos que conducen al centro.

También la imagen del laberinto es observable en unos sesenta manuscritos medievales, a menudo como desviación que hace referencia al mito cretense. Algunas de estas ilustraciones intentan redibujar el laberinto, o lo representan como un cosmos; otras, como la ciudad de Jericó o la de Jerusalén. Para el escritor y gran crítico de arte Marcel Brion, la figura reaparece en “los arabescos” de Alberto Durero y tiene fuerte presencia en los nudos o lazos de Leonardo da Vinci: “El laberinto fue sin duda para Leonardo un perenne objeto de atracción y de repulsión. En cierto modo es una trasposición del jardín cerrado, un símbolo intelectual y abstracto del hortus conclusus”. Ya el célebre manierista Giorgio Vasari (1511-1574) (detrás de cuya obra dicen haber encontrado rastros del “Leonardo perdido”), en sus comentarios a la vida de arquitectos, pintores y escultores escribía que “él (Leonardo) pasaba mucho tiempo en la confección de un diseño de una serie de nudos, de manera que la cuerda pudiera seguirse de una punta a la otra, y cuya totalidad llenaba un espacio redondo. Hay un bello grabado de este dificultosísimo diseño, y en su medio están las palabras Leonardus Vinci Academia”.

Más acá, los laberintos de la mente de Giovanni Battista Piranesi (1720-1778), en sus conocidas y alambicadas “cárceles”, llevan al plano más imaginativo y psicológico las prisiones del hombre moderno, con sus “caprichos” (“invencioni capricciose di carceri”), con sus travesías oscuras, herederas de la tradición barroca, recovecos subterráneos, tridimensionales, vacíos de personajes humanos, que dan cuenta de una multitud de fenómenos conscientes e inconscientes de la condición terrena. No es por azar que construye esas “prisiones” como símbolo y ápice de una opresión social que centrará, poco menos que simultáneamente, las críticas de su casi contemporáneo (como el Marqués de Sade), Cesare Beccaria, el gran reformador de la Penalística, símbolo hacia el cual se dirigirá el pueblo en París (La Bastille) para empezar a destruir el Antiguo Régimen. “El cerebro negro de Piranesi”, como lo calificó alguna vez Victor Hugo, permite pensar en su respeto por la arquitectura, devoción que la considera como una forma de la creación divina y, consecuentemente, pone en claro que no era el inmemorial laberinto cretense la idea que guiaba el obsesivo y detallado grabado de tales prisiones, sino que él brota naturalmente de las imágenes, ponen ellas de manifiesto la infinita privación de la libertad, siempre postergada por la desorientación y por el extravío, que es lo más propio, sin duda y con mayores razones para una mirada actual, de la figura, de la formación, sobre todo en la conciencia humana, del laberinto.

Para la misma época que Piranesi, una mujer suizo-austríaca, de excelente maestría y agitada vida, atrapa el tema desde lo femenino, y pinta una Ariadna abandonada por Teseo; es la artista Angelica Kauffmann, cuya obra, realizada en 1774, se encuentra en el Museum of Fine Arts de Houston, tema más bien recurrente en la iconografía, aunque tratado al modo neoclásico, con una Ariadna intemporal y en un contexto abstracto en donde sólo apunta la barca en la que se va Teseo y un mar gris evanescente.

Inspirado, es más que una evidencia, en Giovanni Battista Piranesi, aunque no solo en él, el neerlandés Maurits Cornelis Escher (1898-1972) agrega su aporte pleno de contemporaneidad a la visión dramática y onírica del laberinto. Grabador, dibujante, ilustrador, muralista, y desde sus orígenes impresor, no se propuso, a diferencia de Piranesi, atrapar lo absoluto, sino más bien una suerte de minimalismo y de alejamiento de la realidad en su soñar. Vivió algunos años en Italia, escapó del fascismo; la Segunda Guerra Mundial lo tomó entre Suiza y Bélgica y, cuando logró volver a Holanda, se encerró, sin poder ya salir hasta la muerte, cada vez más en sí mismo y en su propia mente, el más impenetrable e irresuelto de los laberintos.

* Escritor, docente universitario.

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