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El día después

 Por Santiago O’Donnell

Cuando en un país dividido aparece una organización ciudadana que es reconocida como independiente tanto por el gobierno como la oposición sin dudas se trata de una buena señal. Cuando esa organización recibe el mandato de monitorear las elecciones en un país acostumbrado al fraude, es obvio que el sistema ha dado un salto de calidad. Es lo que pasa en Venezuela con Ojo Electoral, una fundación dedicada a promover la transparencia en el voto y la participación ciudadana. El director de Ojo Electoral es el sacerdote jesuita José Virtuoso. En medio de una semana agitada Virtuoso aceptó contar por teléfono cómo hizo para abstraerse de la polarización y qué espera de las elecciones de hoy.

“Desde el inicio mismo de Ojo Electoral nos preocupamos por integrar los distintos puntos de vista de la sociedad venezolana, por ser objetivos, por escuchar y tratar de entender, por evitar sostener posiciones o ideas no suficientemente avaladas por datos verificables”, explicó.

Ojo Electoral se financia con fondos provenientes de Canadá y de países europeos. No acepta dinero de los Estados Unidos, ni siquiera de fundaciones privadas como el Centro Carter. También se cuida de no aparecer próximo al chavismo.

Según Virtuoso, con la credibilidad no alcanza para monitorear elecciones. Hace falta que ese sistema sea accesible para los partidos y los ciudadanos, porque ellos mismos deben verificar la transparencia del comicio. Se lo sentía optimista. “En estas elecciones los partidos y la sociedad civil van bien organizados en cuanto a posibilidades de controlar el proceso. Yo creo que están dadas las condiciones para tener unas elecciones transparentes, con resultados verificables”, apuntó. Es un comienzo.

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No fue fácil llegar a este punto, en parte porque el problema persiste desde hace mucho tiempo. En 1958, después de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, se inició una etapa de 40 años de fraudes y arreglos electorales entre los partidos mayoritarios Copei y Acción Democrática, que diezmaron la credibilidad de un sistema plagado de corrupción que explotó con el Caracazo de 1989.

En 1998 irrumpió en escena Hugo Chávez, un carismático ex coronel golpista con ideas de izquierda que denunciaba la podredumbre del sistema político y parecía tener la llave para conectar con las masas. Su triunfo electoral pulverizó la política de cohabitación de los partidos mayoritarios y dio paso a una revolución social bajo un liderazgo personalista e informal que copó el escenario político mientras la oposición se replegaba hacia los márgenes para caer presa de los sectores reaccionarios que pululan allí.

En el 2002 los partidos tradicionales y gran parte del resto de la oposición, incluyendo el hoy candidato Manuel Rosales, apoyaron un fallido golpe militar contra el líder de la revolución bolivariana. Dos años más tarde fueron derrotados en un plebiscito para revocar el mandato de Chávez y el año pasado se retiraron a último momento de las elecciones para elegir a los miembros de la Asamblea Legislativa, que quedó enteramente en poder del chavismo.

Esa Asamblea, según la nueva constitución, sería la encargada de nombrar a las nuevas autoridades de la comisión nacional electoral, y lo haría a través de un mecanismo de selección de representantes del Estado, las universidades y la sociedad civil. Con todas las barajas en su mano, Chávez podría haber llenado las cinco vacantes con chavistas rabiosos. O podría haber nombrado un cuerpo equilibrado, con representación pareja entre el oficialismo y la oposición. Pero no hizo ninguna de las dos cosas: nombró a cuatro chavistas y un opositor.

La comisión electoral, con una imagen negativa que históricamente ronda el 50%, buscó legitimarse a través de concesiones para impedir que la oposición vuelva a patear el tablero.

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El resultado de las elecciones de hoy parece cantado. Los tres millones de nuevos votantes que Chávez incorporó al sistema a través de campañas de ciudadanía en barrios pobres, y las dificultades de la oposición para esbozar un programa de gobierno alternativo que satisfaga a todos sus representantes parecen asegurar que el presidente mantendrá la ventaja de casi 20 puntos que sacó en las elecciones de 1999 y del 2002. El problema es el día después.

La tentación hegemónica en el chavismo es tan real como el golpismo en sectores de la oposición. Y así como la oposición amenaza con desconocer los resultados del voto, Chávez amenaza con plebiscitar su reelección indefinida.

“Después del golpe Chávez dijo ‘hablemos’, pero la oposición se negó. Después del plebiscito Chávez dijo ‘hablemos’, pero la oposición se negó. Eso fortaleció a Chávez. Si la oposición hubiese sido democrática desde un principio, hoy Chávez sería un cadáver político”, dijo hace tres semanas el intelectual Teodoro Petkoff, probablemente el más lúcido de los opositores, a una delegación de veedores norteamericanos.

El padre Virtuoso celebra el aparente renacer del espíritu democrático en su país, pero advierte que la batalla no está ganada. “Yo creo que la oposición quiere participar democráticamente y dentro del gobierno también se quiere participar democráticamente y competir. El problema es que hay demasiados ruidos y prejuicios negativos, percepciones erróneas de uno y otro lado. Por otra parte dentro de los sectores hay posturas extremas, contrarias a la participación democrática, que por suerte esta vez no prosperaron –analizó–. Si el perdedor reconoce al vencedor, y si el vencedor no cree que el triunfo le da argumentos para excluir al otro, habremos avanzado”.

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Todo parece indicar que Venezuela se encamina hacia un sistema bipartidista, en el que Chávez lidera el partido mayoritario, con un nivel de votos que parece haberse estabilizado en alrededor del 55-60 por ciento, mientras el bloque opositor se lleva el otro cuarenta y pico. Un sistema en el que hay enfrentamientos entre el partido nacionalista mayoritario y sectores de poder conservadores como el eclesiástico y el financiero, pero se tolera una prensa opositora y se respetan los resultados electorales, aun cuando se pierda alguna gobernación. Un sistema donde liberales y socialdemócratas se alían para competir con los “boliburgueses,” término que usó el Wall Street Journal esta semana para describir a la nueva casta de empresarios y gerentes de la revolución bolivariana. En suma, algo más parecido al arreglo Perón-Balbín que al castrismo berreta que imaginan Bush y sus aliados.

En este escenario Chávez podría buscar reformar su Constitucional Bolivarian para facilitar su reelección indefinida (“como Gran Bretaña,” le gusta decir) a cambio de anular la elección legislativa del año pasado o adelantar las programadas para el 2010. La idea es que sus rivales se alcen con un buen número de bancas para empezar el largo e incierto camino hacia la construcción de una coalición política mayoritaria.

Es lo que hay. O al menos es lo que imaginan los tres principales referentes de la oposición, Rosales, Petkoff y Borges, según contó una fuente bien informada. Y no es que Chávez quiera darles el gusto a esos tres señores, pero no tiene una opción mejor. ¿Por qué? Una encuesta electoral de Ipsos-Associated Press difundida la semana pasada muestra que más del 80% de los venezolanos no quiere vivir bajo “el modelo cubano” de partido único. También muestra que más o menos un tercio de la población prefiere al “socialismo,” otro tercio al “capitalismo” y otro tercio “una mezcla entre el socialismo y el capitalismo”.

Por eso hay elecciones: Chávez sigue marcando los tiempos políticos pero ya no juega solo. Parece haber aceptado que no puede borrar del mapa a la oposición. Pero le queda el consuelo de que al menos puede domesticarla.

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