SOCIEDAD › UN LIBRO DE MARTA DILLON SOBRE LA VIDA EN LA CARCEL DE MUJERES

Corazones cautivos

Corazones cautivos narra, en la voz de ocho presas en Ezeiza, la vida cotidiana en el encierro. La crónica muestra que no hay en la cárcel soluciones al problema de la inseguridad, sino una de las puntas del ovillo de la violencia social.

 Por Marta Dillon

¿Cuáles son las características de las mujeres presas? Es imposible generalizar, pero no hace falta investigar demasiado para saber que la inmensa mayoría son pobres. Se puede mencionar, también, que casi el 20 por ciento son extranjeras, una particularidad directamente relacionada con la ley de drogas que, además, permite que familias completas sean encarceladas por el mismo delito. Así, en el mismo penal se puede encontrar a madres e hijas adolescentes. Las extranjeras suelen ser las llamadas “mulas”, mujeres contratadas para transportar droga a través de la frontera, por un valor muy inferior a la mercadería que llevan. El número de mujeres homicidas no llega al cinco por ciento de la población del penal, y ésa también es una constante que se mantiene a lo largo de los años. Sí es posible ver que aumentaron las causas por robo –en algún caso, como partícipes de alguna banda– y secuestro. “Es que no podés ser menos que los varones”, me dijo una de las chicas entrevistadas.

Pero tal vez el dato más significativo para saber quiénes habitan la prisión es el nivel educativo: de las 725 registradas en la Unidad, 3 en 2005, 139 no habían terminado la escuela primaria, 305 sólo habían completado ese nivel, 193 tenían sus estudios secundarios incompletos, apenas 63 los habían terminado, poco más de una decena tenían estudios terciarios incompletos y 3 habían pasado por la universidad. La cárcel, sin embargo, no parece una oportunidad para mejorar su instrucción, ya que el 41 por ciento no participa de programa educativo alguno, ni siquiera de la enseñanza obligatoria.

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El amor –las muchas formas del amor–, aun cuando no sobreviva más allá del encierro, es una herramienta para no olvidar quiénes son, quiénes merecen ser, lo que desearían para ellas. Las mujeres se buscan y se encuentran como madres e hijas, como parejas, como integrantes de una misma familia que establece lazos solidarios y prácticos a la hora de compartir la comida, los dolores, las ansiedades.

Lo masculino, también dentro de la cárcel de mujeres, sigue teniendo una posición jerárquica y muchas, la mayoría jóvenes, sobreactúan ese rol vistiéndose como varones, exhibiendo sus piernas sin depilar y cortándose el pelo como tales para cumplir con el papel del liderazgo ganado por la fuerza y también para padecer las restricciones de este estereotipo que las obliga a mostrarse violentas, dispuestas a “pararse de manos” –pelearse a los golpes– ante cualquier inconveniente y también a mostrarse rebeldes con “la policía”, que de ese modo se llama adentro a quienes visten el uniforme del Servicio Penitenciario. Y así actúan también dentro de las parejas que se forman con naturalidad, como hombres posesivos y celosos, a los que se reconoce como “chongos”. Son como padres o hermanos protectores cuando ocupan ese lugar dentro de un “rancho” o “ranchada”, esa asociación de un grupo que se reúne en torno de una misma mesa y comparte lo que tiene. A veces esa protección o “prote” se cobra en especies –víveres, pulsos telefónicos, drogas o cigarrillos–.

Sin embargo, no es necesario que alguien actúe como hombre para que se puedan formar parejas o familias. Las relaciones lésbicas se dan dentro del penal como una fuente de placer y de amparo más allá de las definiciones taxativas sobre la identidad sexual. Hay quien dice, incluso, que “si no tenés mujer no te recibís de presa”. No todas entablan este tipo de relaciones, pero a ninguna se le ocurre juzgarlas; en todo caso, se juzga la infidelidad o la inestabilidad afectiva, el hecho de tener “marido afuera y mujer adentro” o el de permitir que esa información llegue a una pareja masculina también encarcelada, porque eso para los varones es motivo de desprestigio y entonces tendrán que defender su honra o la de su esposa o concubina violentamente. Y las mujeres, tanto adentro como afuera, suelen preocuparse más por los suyos que por ellas mismas.

Recrear lo cotidiano –desde el arreglo de pabellones o celulares hasta el horario de la comida y el trabajo– también resignifica el tiempo de encierro. Da cierta sensación de previsibilidad, siempre amenazada por las arbitrariedades del sistema carcelario, que no requiere de explicaciones para cambiar sus reglas porque son reglas que imperan hacia adentro, donde casi nadie mira.

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