SOCIEDAD

Paola, Celeste y Javo

“Lo que vamos a escuchar ahora es ‘Noche de paz’, preparado por las alumnas del Taller de Tejido del Connet, de la Unidad Número 3 de Ezeiza.” Si el micrófono instalado en el patio del sector de educación les había hecho doler los oídos, ahora la risa era un nudo en la panza que si llegaba a desatarse las dejaba afuera del acto. Paola y Celeste se codeaban dentro del aula donde esperaban para salir a escena en el patio, una de pastorcita, la otra de Virgen María, ya con el niño –un muñeco horrible– en brazos y las sábanas enrolladas con las que Raimunda había diseñado los trajes. José la pasaba peor, para hacerle un disfraz marrón le habían atado dos frazadas y parecía que se iba a desmayar del calor, hasta la barba pintada empezaba a desteñirse en ríos negros que se escurrían por el cuello. Era una polaca gigante que en dos años había aprendido cuatro palabras de castellano y un número: “31”; porque se la pasaba pidiendo el pase a esa unidad. “Cállense, boludas, que yo no aguanto”, se quejó Javo con la piel tiznada de corcho quemado, vestido de Baltazar con una corona hecha con el papel plateado de los paquetes de cigarrillos. Estaban ridículas, todas estaban ridículas, pero había que hacer puntos y participar en la actividades que proponía el penal; siempre ayuda para la conducta. “Pórtense bien, chicas, por favor”, les pidió la celadora, que también se anotaba sus porotos para un futuro ascenso organizando el pesebre viviente. Celeste se había negado hasta último momento a hacer de Virgen, pero con esa cara de Heidi –le había insistido Paola– no podía ser otra cosa. Claro que ahora que tenía que salir a escena, mientras un grupo de mujeres berreaba la contraseña –“entre los astros que expanden su luz, brilla la estrella del Niño Jesús...”– el odio le subió a la cara como un reflejo bermellón. Para colmo tenía que salir primera; de la mano de la polaca y con el muñeco en brazos se sentía una idiota. En el patio esperaban las autoridades del penal, las maestras del Connet, dos jueces de ejecución penal –por suerte ninguno era el suyo– y el resto de las chicas y doñas que asistían a Educación, primaria, secundaria o universitaria. No llegaban a ser treinta, aunque Celeste ni siquiera las miró. Se sentó donde le habían dicho y se quedó mirando al muñeco como si fuera la encarnación del Diablo; la cara de Heidi se le había transfigurado. Atrás salieron las pastoras que dejaban sus regalos –de mentira– a sus pies y cuando cambió la canción –“Llegaron ya los reyes y eran tres Melchor, Gaspar y el negro Baltazar...”–, que al menos esta vez salía del parlante, aparecieron los Reyes, entre ellos Javo, que se pisó la sábana y casi le besa los pies a la que hacía de José. ¿Se puede ser tan bruto?, pensó Paola tirando del traje de Javo para que se parara donde le habían dicho veinte veces. El boludo ya tenía la mirada perdida, no podía esperar a la noche para empastillarse. Cuando el cuadro terminó de armarse –Celeste a punto de llorar, Paola organizando con murmullos que todas estuvieran en sus lugares, Javo con los ojos dados vuelta y el dorso de la mano negra de tanto pasársela por la cara para secarse la transpiración–, con los peluches que se hacían en el Taller de Peluche, las batitas tejidas del Taller de Tejido, un almohadón hecho en Costura, dos cuadernos de Encuadernación y un par de bolsas de Bolsa a modo de ofrendas para el Niño, la voz del micrófono volvió a sonar. “Yo les agradezco a las visitas presentes, pero sobre todo a las internas –dijo la jefa de Educación–, porque esto demuestra que cuando se quieren hacer cosas buenas se puede; y que todas tenemos algo para dar, las maestras y las internas. Lo que ven acá es el fruto del trabajo del año de quienes aprendieron que sólo la educación y el trabajo nos harán libres. Muchas gracias.” Aplausos de las autoridades y las visitas, silbidos de las internas, que por esta vez tenían permitido reírse, chiflar y hasta pararse para saludar a sus compañeras.

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