EL PAíS › OPINION

Del campo a la ciudad

 Por Luis Bruschtein

La justificación de hecho de los huevazos contra Daniel Scioli, de las agresiones contra Agustín Rossi y las puteadas de Alfredo De Angeli alimentan la contraimagen espectral de una supuesta violencia del otro lado que sería la generadora de esos ataques. Que le hayan pegado un huevazo en la nuca a Scioli está mal, pero se lo merece. Que hayan golpeado a Rossi y le hayan estropeado el auto no está bien, pero se lo buscó. Que De Angeli diga que Néstor Kirchner es un pelotudo es un exabrupto indebido, pero nada más que eso. Está mal, pero hay que poner la otra mejilla, como si hubiera habido un primer cachetazo que no hubo. Ese primer cachetazo sobreentendido, incierto y nebuloso, es una imagen que se alimenta y se hace crecer como un implícito que no hace falta explicar. Se alimenta la visión de un sujeto de una violencia oculta, a la que todos supuestamente han sentido en carne propia, pero a la que nunca se describe.

Cuando algún creyente trata de explicarla enumerando los sufrimientos de los productores agropecuarios, nada de lo que ejemplifica alcanza para explicar el grado de odio y violencia que expresan los pequeños grupos que cometieron esas agresiones. Porque los productores rurales no son exactamente el sector social que más ha sufrido en estos años. Por el contrario, para la mayoría de los que están en la Pampa húmeda –donde se efectuaron los ataques– estos años han sido los de mayor prosperidad. La sequía es otra cuestión, pero el centro del conflicto fue porque querían ganar más y no porque ganaban poco. El odio y la violencia puestos en ese foco resultan injustificados y desmedidos y podría decirse que hasta mezquinos.

Y seguramente ese odio ni siquiera represente a todos los productores. Los ataques no intentan convencer a la mayoría de los productores que no han participado en acciones de ese tipo, sino que quieren hacer creer al resto de la sociedad que todos los productores sienten como esos pequeños grupos. El efecto que se busca no está en el campo sino en la ciudad. Es el intento de transferir hacia las capas medias el odio de esos pequeños grupos haciendo creer que se trata del odio de todos los productores.

En el momento del conflicto, es probable que ese odio estuviera más extendido y ese proceso de transferencia del furor hacia las ciudades les saliera bien. Se creó en ese momento el caldo de cultivo para estas operaciones sobre las zonas urbanas. Porque en el campo el furor dio paso al malestar –que es otra cosa– y los intentos de cortes y medidas masivas subsiguientes no tuvieron tanto respaldo.

En los discursos, el contenido de las críticas es mucho menos feroz que los tonos de odio o desprecio con que se las formula. Hay como un desprendimiento entre el aspecto racional de lo que se dice, y la carga emotiva que se dispara. Esa carga satura el ambiente de tensiones explosivas y define el estado de ánimo, el humor político de una parte de la sociedad, más que los contenidos.

En la política ésa es una técnica para enfatizar diferencias y determinar actitudes. Si la sociedad puede decodificar ese funcionamiento y ponerlo en términos de realidad, el mecanismo no pasaría de ser un aspecto del debate. Pero cuando el énfasis trasciende más que el contenido al punto de condicionar el humor político de una parte importante de la sociedad, es porque a los políticos se les agregó otro factor.

Y allí intervienen los medios, donde el abuso del énfasis y los tonos constituye el eje del discurso mediático, sumado a los intereses políticos que también los atraviesan. Los medios arrebataron esas características del debate político y las convirtieron en el andamiaje de su mensaje. No pueden decir que los que agreden son pequeños grupos porque la noticia se hace pequeña. Lo dirán más adelante si lo necesitan para salvar credibilidad. Pero en el momento en que sucede se trata de un escrache justiciero que representa a los débiles y sin voz. Esa es una gran noticia. Falsa. Y seguramente también interesada. Y el que diga que el ex presidente es un pelotudo es un valiente, políticamente incorrecto pero simpático y que dice lo que todos piensan y se callan. Falso y también interesado. Un ejemplo es la caricatura de De Angeli en “Gran Cuñado”, que al lado de la de Luis D’Elía parece Gan-dhi, y sin embargo es uno de los que puso más desenfreno en el conflicto de los productores rurales. Ningún discurso de D’Elía puede compararse con el nivel de violencia y desprecio en los discursos de De Angeli.

De Angeli fue el principal canal de transferencia de esa carga de odio a los centros urbanos durante el conflicto. Y sin embargo para los medios aparece como la antípoda de un violento personificado en un antiparadigma histórico para las capas medias: un cabecita negra y dirigente de desocupados y villeros. Todas esas características con las que se puede describir a D’Elía son usadas normalmente como insultos, lo cual de por sí es violento. Pero la violencia de De Angeli está justificada y se la oculta. La de D’Elía se magnifica y expone, se la convierte en su característica principal, es la que termina justificando la violencia del otro lado, que al mismo tiempo se oculta.

En forma simultánea con los ataques y los exabruptos comenzaron a circular por Internet mensajes similares a los que convocaban a los actos supuestamente espontáneos en la Plaza de Mayo durante el conflicto. El tono denigratorio y violento de los textos hace pensar que van a confrontar con una dictadura represiva. Estos mensajes llaman a un acto de repudio al Gobierno para unos días antes del 28 de junio. Los autores se esconden, como lo hicieron antes, en una especie de independencia ingenua. Lo suyo es indignación “apolítica”, entre republicana y ética, de ciudadanos comunes. Estos mensajes son más mentirosos todavía que muchos de los discursos mediáticos. Porque si los medios juegan sus intereses, por lo menos es posible descifrar cuáles son. La presentación de los autores de estos mensajes, promotores del odio y la violencia, como los sujetos neutrales que dicen ser, también es una forma de naturalizar esos discursos sin tratar de discriminar para quién juegan y qué intereses representan.

Para los que amplifican y se asocian a este tipo de mensaje, seguramente la intención es esmerilar al Gobierno. Pero el efecto va más allá, porque saturan el humor político con una carga de violencia contenida, no solamente contra el Gobierno, sino también exacerba la de los que lo defienden, que se sienten agredidos e insultados por esos discursos. Sería también, como en otros casos, una profecía autocumplida: de tanto azuzar con una violencia que no existe, pero que figura implícita en los énfasis de muchos periodistas, en las exageraciones catastrofistas de algunos dirigentes políticos, o en la actitud concesiva con hechos de violencia como los ataques contra Scioli y Rossi, se desgasta al Gobierno, pero además se termina por generar un clima violento que no tiene justificación en la realidad.

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