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Licencia social

 Por Mario Wainfeld

El gobernador riojano Luis Beder Herrera anunció ayer que no avanzará con el emprendimiento minero de Famatina hasta que “la gente esté de acuerdo”. Alega proponerse persuadir a la masiva protesta popular contra la minería a cielo abierto, suena a misión imposible. Tal vez su intención sería enfriar la movida, tampoco parece factible que lo logre.

Son tremendas las diferencias entre el gobierno provincial y la ciudadanía movilizada. En algún caso aluden a indicadores numéricos, tales como la cantidad de agua que insumiría el funcionamiento de la mina. Acaso serían corroborables, pero no zanjarían el diferendo, muy polarizado.

Un mandatario reelegido como Beder Herrera está validado para tomar decisiones económicas. Está dentro de sus incumbencias la existencia de un modelo de gestión novedoso, con una empresa estatal, Energía y minerales Sociedad del Estado (EMSE). Y podría alegar a su favor que el Estado se queda con el 33 por ciento del producido por vía de retenciones, 30 por ciento por encima de los estándares habituales. Pero el núcleo de la polémica es el impacto ambiental y en este sentido (opina el cronista, para nada en soledad) no bastan las prerrogativas institucionales comunes. Es forzosa también la “licencia social”, esto es, la aprobación ciudadana mayoritaria. En asuntos como éste, la carga de la prueba debe invertirse: son los gobiernos y los concesionarios los que deben probar que no habrá daños considerables para los actuales habitantes y las generaciones futuras. Las dudas o incertezas pesan contra los proyectos, principio precautorio le dicen, en jerga propia, los juristas.

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La muchedumbre congregada en La Rioja gravitó, sin duda, en el escenario. También el aval de artistas populares que se pronunciaron en Cosquín. Desde que la infausta reforma constitucional de 1994 traspasó la riqueza mineral a las provincias, uno de los argumentos más trillados de sus gobernantes contra reclamos ambientales es que los impulsan “los porteños” o personas ajenas a la Argentina profunda. Nadie en sus cabales puede homologar a esos imaginarios rivales con Raly Barrionuevo o el enorme León Gieco. El potencial simbólico de esas adhesiones descalifica (aún más, si ese portento fuera posible) las declaraciones del gobernador sanjuanino, José Luis Gioja. El tremendismo de sus afirmaciones descoloca al hombre y describe mejor a su intolerancia que al debate.

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Si el conflicto no es resoluble por vía de la argumentación, la solución (piensa el cronista) debe ser política y democrática. El veto social es determinante y mensurable, llegado el caso, por vía de mecanismos alternativos de participación: consultas, plebiscitos, referéndums. Hay alguna experiencia previa en la Argentina, no muy vasta aunque sí instructiva. En 1996, en un plebiscito obligatorio y vinculante el pueblo misionero (con mayoría del 89 por ciento de los participantes) se opuso a la construcción de la represa de Corpus. Durante el año 2003, en Esquel una consulta popular optó por el “No a la mina” con el voto del 81 por ciento de los participantes.

Acá enfrente, en Uruguay, el presidente José Mujica amagó con un plebiscito para destrabar la polémica sobre el emprendimiento de Aratirí. La compulsa no se llevó a cabo porque topaba con impedimentos legales, pero su solo planteo frizó la iniciativa.

Habrá quien, desde un ángulo economicista o puramente práctico, diga que la dinámica puede restar recursos a la economía. Así es y debe asumirse, porque es un clásico conflicto entre la lógica de los mercados, la económica y la democrática. El kirchnerismo, sin ir más lejos, pregona renunciar a ciertas formas de competitividad que afecten derechos de los trabajadores (salarios de hambre, por caso o reformas laborales flexibilizadoras). El cronista considera que ésa es la opción adecuada. La exigencia de la “licencia social” y su dilucidación institucional rumbean en el mismo sentido. Si hay conflicto, se supedita al veredicto popular, que puede incurrir en errores pero es la sal y la pimienta de la democracia. El pueblo puede “equivocarse”, pero ése es su supremo derecho (y la palabra más autorizada) en lo que a sus intereses concierne.

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