EL PAíS › OPINION

La lucha por Alfonsín

 Por Andrés Malamud *

¿Un tribuno de la república o un hombre del pueblo? La muerte de Raúl Alfonsín despertó en la intelectualidad porteña una disputa para adueñarse de su memoria. Anticipando la revalorización popular de su figura, aristócratas y neoperonistas se lanzaron al ágora mediática para reivindicarlo como propio. Pero él no perteneció a ninguno de esos bandos.

La lucha política argentina se estructuró durante décadas alrededor de un eje que enfrentaba a Sarmiento e Yrigoyen con Rosas y Perón. Los primeros promovieron la soberanía popular a través de la educación y las instituciones, los segundos mediante la movilización y la conducción personalizada. Alfonsín nunca escondió su pertenencia al primer campo. Respetaba la representatividad popular del otro, pero se reconocía en la socialdemocracia europea y el pensamiento occidental liberal antes que en el particularismo nacionalista. Tampoco perteneció, por supuesto, al sector marginal pero poderoso de la oligarquía. Luchó toda su vida contra el autoritarismo mesiánico epitomizado por Firmenich y Videla. Se alineaba con el campo popular, y por lo tanto contra los aristócratas de la violencia; pero lo hacía desde una concepción universalista, y por eso nunca fue peronista. A los violentos los consideraba enemigos y los combatía con la ley; a los peronistas, adversarios, y los combatía con el voto y la palabra. Negociaba con todos, porque ésa era su concepción de la democracia: la negociación, por oposición a la eliminación. Gozó de las tres cualidades que Weber exigía en un político: pasión, responsabilidad y mesura. Pasión para entregarse a una causa, responsabilidad para hacerse cargo de las decisiones y de sus consecuencias, mesura para no perder perspectiva. Le faltó suerte y le sobraron enemigos, que hoy parecen no haber existido. Carecía de experiencia ejecutiva cuando asumió la presidencia, lo que empañó su legado administrativo pero no el político. Consolidó una democracia defectuosa, pero Argentina ya no toleraba dictaduras perfectas. Sus derrotas lo acercan al héroe trágico pero no le quitan brillo a su memoria. Después de todo, elecciones populares también jubilaron a fundadores de estados como David Ben Gurion y héroes de guerra como Winston Churchill. Sus triunfos valen más. Hugo Chávez y Evo Morales representan, como representó Perón, intereses legítimos de sectores postergados. Pero no es el de ellos el modelo de país por el que Alfonsín se batió. Estadistas como Olof Palme y Felipe González lo encarnaron mejor. ¿Extranjerizante? El lo veía como un modelo universal que había que adaptar a la Argentina. ¿Ambicioso? Sin ambición no hubiera habido octubre del ’83, juicio a las juntas ni democracia a prueba de radicales y peronistas. ¿Imposible? Desistir es un verbo que él nunca conjugó.

Alfonsín no encarnó al estereotipo argentino: eso lo hizo mejor Menem. En la visión de Oliver Stone, no sería Nixon sino Kennedy: reflejaba mejor las aspiraciones de su pueblo que su realidad. Todavía hoy, quizá para siempre, Alfonsín representa a la Argentina que no consigue volver a ser, que quizá nunca más lo sea. Por eso nos conmueve tanto.

* Universidad de Lisboa.

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