EL PAíS › OPINION

Nicolás, un 9 de octubre

 Por Ricardo Forster

Por esos extraños juegos del destino, de esos que siempre lo fascinaron hasta perseguirlos por las lejanías de la historia, de la literatura y de la filosofía, el mismo día en que la Cámara de Senadores se apresta a discutir y votar la ley de medios, un día demasiado esperado, luchado y trajinado durante veintiséis años, en este viernes seguramente memorable me descubro tocado por la melancolía y la tristeza de su ausencia, de la que precisamente se cumple un año en esta jornada que, como él diría entre la seriedad y la broma, lleva todas las marcas del destino nacional, de ese que hubiera recordado con acento borgeano. Pero también puedo palpar, bien adentro, la felicidad del amigo insistiendo entre nosotros con sus ideas, con la risa rea y sobradora, que imagino, de quien nunca dejó de prestarles atención a esos signos inesperados, a esos azarosos encuentros que forman un acontecimiento.

Tristeza y alegría de una amistad invalorable, profunda, fraterna y deudora, como una maravillosa donación, de pasiones intelectuales y políticas, de esas que se desplegaron en los pasadizos de una historia que nos atravesó con sus promesas y sus fracasos, con sus esplendores festivos y sus hecatombes, con los añorados arraigos y los destierros. Una historia, la de él, que es la nuestra por herencia y deseo, esa que supo transmitir como ninguno entre las palabras extraídas de su memoria callejera y erudita, de fervores amasados con la arcilla del barrio, de la gloria futbolera, de picados entre faroles tangueros y calvarios racinguistas, pero que también supo de los encuentros con las lenguas de la poética emancipatoria, de la militancia, de las utopías redentoras entramadas con antiguas liturgias metodistas y vastas lecturas bíblicas en increíble alquimia con Fanon y Sartre, con el profeta Isaías y León Trotsky, con Hölderlin, el poeta del crepúsculo de dios, y Julio Cortázar, con la melancolía mesiánica de un Walter Benjamin y la escritura urgente e imperiosa de un Rodolfo Walsh. Como si siempre hubiera sabido que las cosas importantes, esas que dejan huella, nos exigen el desparpajo de entrelazar a Borges con el gordo Cooke, a Perón con Sófocles, a Thomas Münzer con Evo Morales. Amasijo lúdico de escrituras de la vida y de las ideas atravesadas por el reclamo de la revolución. Lecturas desasosegadas del tiempo otoñal, ese tiempo de la revisión y de la autocrítica, de la inquieta indagación por aquellos legados duramente sacudidos por los golpes de una historia inclemente capaz de llevarse vidas entrañables junto con ideas galvanizadoras de militancias sobrecogidas por la sed de justicia e igualdad. En Nicolás el atardecer de la revolución se convirtió en tema de honda y decisiva indagación; para él, atravesado por su biografía y por las ideas de un tiempo excepcional, se trató de seguirles la pista a esos legados para proseguir, bajo nuevas condiciones y sin las antiguas certezas, por los arduos caminos de un pensar comprometido con la lengua tartamuda de la emancipación.

Nicolás vivió sacudido por la pasión argentina; nunca dejó de añorar una geografía de remansos y de mesuras mientras se sumergía en el torbellino de una historia capaz de girar alocadamente sobre sí misma para ofrecernos la imagen inverosímil de un país siempre en estado de urgencia e incompletitud; de un país capaz de sacudirnos el letargo para devolvernos, inesperadamente, a la intensidad de la política, de las plazas y de los arrebatos nacidos de viejos y nuevos reclamos, de antiguas y nuevas promesas. Con su mirada astuta y socarrona, no dejaba de observar, no sin ciertas reticencias nacidas de otras travesías por mares tempestuosos y devoradores de navíos y de náufragos, las anomalías de este tiempo argentino, en especial esa que viniendo del Sur llegó a inquietarlo profundamente al confrontarlo con sus propios arcanos setentistas. Algo loco y extraño, algo a destiempo y anacrónico venía a romper la inercia de un país en estado de catástrofe, de un país atravesado de lado a lado por la noche de la neobarbarie cultural capaz de multiplicar hasta el hartazgo las voces del cualunquismo autóctono, ese que casi siempre, en las distintas estaciones de la historia nacional, vino a expresar los fervores virtuosos de nuestras clases medias.

Nicolás, nacido y criado en Almagro, descendiente de tanos del Ligure; hijo de un amante de la ópera y del radicalismo gorila, y de una madre devota de Evita, descendiente de un extraordinario pastor metodista, uno de los dueños del negocio de la naranja en el Abasto y escritor arrebatado por la lengua teológica y salvífica. Nicolás, su nieto y heredero, habitante del corazón porteño, nunca dejó de sentirse profundamente incómodo por la verborragia insoportablemente arribista, mediocre y racista de sus propios vecinos de barrio. Pero, y así de extraña es la vida, nunca dejó de sentirse a gusto en esas calles gardelianas que inspiraron su novela El frutero de los ojos radiantes, fresco de una Argentina entre la promesa y el desastre, entre la ilusión libertaria y el Apocalipsis. Con ese amasijo contradictorio se fue conformando la peculiar sensibilidad de este porteño medular y añorante de una ciudad perdida e imposible. Tan fuerte sería su arraigo a ese barrio que al retornar del exilio mexicano sus pasos lo llevarían, con la inexorabilidad marcada por los signos zodiacales, nuevamente hacia Almagro.

Casi desde el inicio, Nicolás se sintió atraído por lo inaugurado en mayo de 2003, pero no atraído en el sentido de quien simplemente se deja llevar por el entusiasmo ciego. La atracción que en él despertó Kirchner, su excepcionalidad, corrió pareja con su permanente interrogación crítica, con sus palabras que podían cruzar el apoyo directo y furibundo ante la avalancha de gorilismo racista clasemediero para tornarse, inmediatamente, en cuestionamiento de los límites de un proyecto que tenía mucho de tienda de los milagros o de armada brancaleone, pero que también le ofrecía la imagen de una gramática plebeya y entrañable allí donde nos permitía sacudirnos de la barbarie de los noventa. Mirada irónica que sobrevolaba una escena en la que las épocas parecían arremolinarse, en la que las memorias del pasado volvían a disputarse en el laberinto del presente. Nicolás pudo intuir lo espeso del aire de época. Pudo anticipar, cuando todavía no se vislumbraba en el horizonte la maroma agromediática, que se avecinaban tiempos conflictivos porque, entre otras cosas, el kirchnerismo había tocado algunas fibras íntimas del poder, de ese que se tragó el gesto inaugural del cuadro descolgado de Videla, que dejó hacer hasta que, recuperado de su inicial estupor y de sus propias necesidades de recomposición, volvió, como otras tantas veces en el pasado, a cargar sin contemplaciones y apoyándose en lo irresuelto de 2001, en ese fondo viscoso que Nicolás pudo describir con ojo anticipatorio cuando mostró su fino escepticismo ante la “rebelión de las clases medias de Scalabrini Ortiz y Santa Fe”. Leyendo algún reportaje que le hicieron en 2007 puedo comprobar que, aunque sin tener la certeza de su acontecer futuro, ya intuía llegado el tiempo de la revancha contra el “insoportable plebeyismo populista”.

Para él, como para muchos de nosotros, el kirchnerismo implicó una anomalía, aquello loco e inesperado que venía, junto con otros procesos abiertos en Suda-mérica, a quebrar la inercia de la repetición neoliberal, a romper la monotonía insoportable de la larga siesta del fin de la historia proclamada a los cuatro vientos por la retórica de la dominación. Sus ensayos sobre el populismo, su intento de volver a abrir la caja de Pandora de una tradición bombardeada por las nuevas formas del virtuosismo republicano vinieron a expresar su convicción, forjada entre lecturas eruditas de matriz benjaminiana y de experiencias políticas efectivamente vividas en otras épocas argentinas, de que la querella en torno del populismo, de sus herencias y legados sería una de las grandes batallas cultural-políticas del presente. Remoción de los escombros de una tradición que parecía regresar bajo nuevas e inéditas condiciones, apertura de un debate con aquellos que vulgarizaban de un modo insoportable lo que en los años sesenta y setenta había constituido una verdadera pasión argumentativa. Nicolás, como siempre aunque con las cicatrices de otras batallas, se movió contracorriente, dirigiendo sus dardos más críticos e irónicos contra un neoprogresismo fascinado con la retórica de un republicanismo seudovirtuoso y profundamente olvidado de los olvidados de la tierra; de un progresismo vaciado y fascinado por la llegada al puerto del libre mercado y de la democracia liberal. El vio en lo inaugurado en mayo de 2003 la posibilidad de la reintroducción desordenada y plebeya de la política y del conflicto en una escena devastada por la neobarbarie massmediática y el cualunquismo de los “filósofos de época” portadores del virtuosismo propio de los republicanos de Barrio Norte.

Pero lo que también apreció con ojo crítico, no exento de cierto pesimismo civilizatorio, fue la profunda y decisiva transformación cultural que desplegó el capitalismo neoliberal. Una transformación anclada fundamentalmente en los lenguajes massmediáticos, verdaderos exponentes de la estetización de la política y de la vida cotidiana en términos de un discurso que redefinió imaginarios e identidades sociales, al mismo tiempo que proyectó nuevas formas de subjetividad atravesadas y horadadas por la naturalización de los valores emergidos de la lógica del mercado y de sus necesidades. No sólo se trató de un giro economicista, del dominio de la gramática de la mercancía, sino que, más intenso todavía, lo que se puso en escena fue el desplazamiento de la vieja política y de los partidos que expresaron tradicionalmente al poder y a las derechas, para dejar su lugar, ahora sí y de un modo complejo y novedoso, a las corporaciones mediáticas que pasaron a ser, según su opinión, la emergente derecha de la época, el núcleo disparador de los arquetipos culturales que giran alrededor del ciudadano-consumidor, forma elegante para nombrar lo que en palabras de Nicolás no sería otra cosa que el cualunquismo de clase media. Una derecha innovadora que logra meterse en la vida íntima de los individuos al mismo tiempo que logra calar hondo en el sentido común. En esos complejos dispositivos de los medios de comunicación de masas vio Nicolás lo propio de estas últimas décadas. Tal vez, y apelando de nuevo a los enigmas del destino, no resulta casual que el viernes 9 de octubre se crucen los caminos de una vida intensa y lúcidamente vivida con la jornada histórica en la que se dirimirán, en el Senado, los días por venir, esos que con pasión crítica siempre intentó pensar Nicolás Casullo.

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