CONTRATAPA

La tonta que ponía la plata

 Por Juan Forn

En 1942, la vanguardia parisina había logrado llegar a Nueva York escapando de la guerra. Para los pintores norteamericanos fue tener a Europa en casa por primera vez: de Duchamp y Breton a Mondrian y Grosz. Primero fueron a venerarlos. Cuando se quisieron dar cuenta ya se la estaban midiendo con ellos y descubrieron que los europeos eran el pasado y ellos el futuro de la pintura. Es famoso el momento que lo condensa como ningún otro. Ocurrió en la galería de Peggy Guggenheim, un loft deforme en un séptimo piso de la calle 57, que su dueña puso en manos de Kiesler, el mago vienés de la escenografía. Kiesler tapió todas las ventanas de todas las salas, forró todas las paredes de paneles de madera curvados, donde se expusieron las telas sin marco. Las esculturas estaban en el piso, pintado de turquesa, o en valijas abiertas que podían convertirse en asientos improvisados. Se trataba de romper las barreras con el espectador, dejarlo entrar más. La gente podía tener la obra en la mano. Los artistas andaban por ahí, hablando entre ellos en francés, a veces discutiendo a gritos, a veces posando para la posteridad. Nunca se había visto algo igual, la gente iba en manadas. Durante seis meses de 1942 el espíritu loco del Montparnasse en los años ’20 volvió a vivir en ese loft de Nueva York. La polinización era tan intensa que Peggy tuvo la idea de hacer una muestra cruzada de “sus” vanguardistas europeos y los nuevos talentos norteamericanos. Planeaba titularla “Un problema para los críticos”.

Convocó a concurso y se puso de jurado junto a Mondrian y Duchamp. Siempre había hecho eso: rodearse de los que sabían, confiar ciegamente en ellos hasta el momento en que le venía el pálpito propio, al cual se confiaba, fuese genial o ridículo. Peggy G. padecía una nariz bulbosa, “fea como el pecado”, y un gusto igual de desafortunado para vestirse, pero también era muy graciosa y muy impúdica. Nunca le importó que la consideraran la tonta que ponía la plata, porque a los veintiún años, recién llegada a París, su tío Solomon el coleccionista le había dicho: “Comprar arte es lo único que evitará otra guerra”. Vale aclarar que Peggy era de la rama “pobre” de los Guggenheim: aunque mantuvo económicamente durante décadas a la anarquista Emma Goldman, a Djuna Barnes y a toda la familia Breton, el mito que corrió sobre ella en París (que heredaría setenta millones de dólares) estaba un poco sobredimensionado: lo que heredó fue una cifra doscientas veces menor, y se pasó la vida haciendo milagros para que esa platita alcanzara para todos. Porque aplicó al pie de la letra el consejo del tío Solomon: al heredar, se entregó a su famoso shopping-spree de “un cuadro por día” con la lista que le hizo el respetado Herbert Read (de la que ella tachó a Matisse y al Aduanero Rousseau porque no le daban moderno). La idea era conseguir un palacete en París para poner toda su colección y tener la casa llena de artistas, porque la idea era vivir ahí y estar siempre acompañada. Los nazis no le dieron tiempo. Cuando ya estaban a las puertas de París y el Louvre se negó a almacenar su colección (no la consideraron “material suficientemente artístico”), ella embaló sus seiscientas piezas en manteles y frazadas, las fletó a Nueva York caratuladas como enseres domésticos y se resignó a hacer realidad su sueño en un loft en lugar de un palacio, y en la ciudad que había abandonado por aburrimiento veinte años atrás (“Lo único que se puede hacer en NY es trabajar de nueve a seis y beber desde las seis en adelante”).

A treinta cuadras de su galería se alzaba el monumental Museo Guggenheim (“el garaje del tío Solomon”), con su edificio circular todo pintado de blanco y su disciplina prusiana. Pollock trabajaba en el subsuelo como operario, armando bastidores, cuando mandó su Stenographic Figure 1942 al concurso convocado por Peggy. Mondrian pasó un día por la galería a ver los cuadros que habían llegado. Peggy vio al venerable anciano ir de tela en tela hasta que se frenó ante el Pollock. Saltó de su silla a explicarle que ese engendro estaba colgado ahí sólo tentativamente, pero Mondrian contestó: “Si lo que veo en esta tela sale a la luz, va a ser el nuevo rumbo de la pintura”. Peggy se quedó contemplando el cuadro en silencio; al día siguiente fue solita al taller de Pollock y le ofreció pagarle durante un año para que se dedicara sólo a pintar cuadros para ella. Luego anunció a los diarios que le dedicaría la primera muestra individual de su galería (el primero de los cuadros famosamente enormes que pintó Pollock fue a parar al lobby del edificio donde vivía Peggy porque no entraba en la galería).

Mondrian murió meses después, no llegó a verlo, pero ya había hecho lo suyo. Pollock no volvió al subsuelo del Guggenheim ni para renunciar; dejó que se enteraran por radio pasillo de su nuevo status como paladín de la vanguardia. Nueva York empezó ese día a destronar a París como centro del mundo. Pero Peggy no disfrutó lo que había generado porque tuvo la peregrina idea de publicar su autobiografía, y dio pie a que la hicieran pedazos. La gracia mayor de Peggy entre sus amigos eran sus impúdicas confesiones amatorias. Nunca entendió por qué lo gracioso en forma oral fue considerado tan vulgar por escrito; lo cierto es que de la noche a la mañana se convirtió en el bochorno social y artístico de la ciudad. Cuando todos querían ir a Nueva York, ella partió a Europa con su colección, incluyendo los doce Pollock.

París le pareció muerta y Londres arruinada por los bombardeos, pero en Venecia encontró a buen precio un palacete blanco frente al Gran Canal, conocido como el Palazzo Non Finito, porque sus dueños originales se quedaron sin plata para hacerle el segundo piso. En la terraza de ese edificio petisón tomaba sol desnuda, a la vista de sus vecinos de ambos lados, la Prefectura y el consulado yanqui. Todos los atardeceres (“la hora de oro”) salía a pasear en su góndola privada, mientras dejaba abiertas al público las puertas de su palacio: los visitantes podía entrar hasta en su dormitorio, donde tenía un hermoso móvil de Calder y una pared entera dedicada a los estrafalarios pendientes que usaba en sus orejas. Con el tiempo, los cuadros empezaron a descascararse por la humedad, los sirvientes iban desapareciendo, sólo se servía sopa de tomate enlatada a los cada vez más escasos huéspedes y el jardín se iba poblando de pozos donde enterraba a los histéricos perritos lhasa que fueron su última debilidad (siempre tenía que tener catorce). El tío Solomon, que nunca le perdonó la vulgaridad, dejó órdenes estrictas de que ninguna pieza de Peggy se exhibiera nunca en su Museo, pero Peggy murió última y rió mejor: esperó y esperó hasta que, a fines de los ’70, ya enterrado el tío Solomon, le ofrecieron el Museo entero para una muestra dedicada a ella y además la Fundación Guggenheim anunció con bombos y platillos que a su muerte se haría cargo tanto de la colección como del palacio, donde terminaron gastando en la restauración de los cuadros y del edificio la fortuna que Peggy nunca llegó a tener en vida.

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