EL PAíS › OPINION

Con los brazos abiertos

 Por Sandra Russo

La escena me quedó en la memoria. Una pareja divorciada y con una hija de doce años en común se encontró en la Costa. El ex marido y padre de la niña pasó una noche porque no quería dejar de verla un mes entero. La ex mujer estaba recientemente casada en segundas nupcias: era entonces la mujer de otro hombre. El padre no pasó por la casa para buscar a la niña y llevarla a cenar con él. Tal vez ésa haya sido la idea, pero la ex mujer y su actual marido organizaron un asado para recibirlo y hospedarlo esa noche. Me invitaron al asado. Cuando llegué, las mujeres tomaban unos tragos en la cocina, y el actual marido y el ex marido de la mujer charlaban amigablemente mientras se ocupaban de la parrilla. Fue entonces cuando conocí el desapasionamiento en el sentido más positivo posible. No había ningún nudo de reproches o irritación entre los ex cónyuges. Seguían siendo el padre y la madre de la niña. Y lejos de tolerarse, se tenían mutuo respeto. ¿Un colmo de civilización? ¿Existen, en esta materia, colmos de civilización?

En los orígenes de la cultura occidental, cuando no había matrimonios separados porque no existía el matrimonio por amor, ese Otro fantasmático que irrumpía y ponía en cuestión el Orden establecido era el extranjero. En lo privado y en lo público, siempre se trata del Otro y de las creencias del Otro. De aquel que puede mirar con ojos extrañados lo que nos parece natural. El primer Otro concebido en la historia occidental fue el extranjero. El odio al extranjero se llama xenofobia. Ya sabemos qué es la fobia y que el xenos es el que viene de afuera. Pero el xenos no existiría sin la xenia. Benveniste es el que hace este análisis. La xenia es el pacto, el contrato o la alianza que han hecho muchos Otros entre sí. Cuando se rechaza al Otro, se rechaza, en realidad, el pacto de convivencia que ha hecho ese Otro con los suyos.

El anfitrión que se niega a darle hospitalidad a un extranjero lo que hace es rechazar, en la figura de Otro, las creencias y las costumbres diferentes de las propias. De estos rudimentos de conceptos se desprenderá luego la idea de la diplomacia, y las figuras de los embajadores. Imagínense un mundo en el que sólo se pudieran mantener relaciones amistosas con quienes se nos parecen. ¿Cuál sería la gracia, la necesidad, la obligación ética de la hospitalidad, cuando las propias leyes de la hospitalidad surgen de aceptar las diferencias?

El anfitrión hospitalario es aquel que no pregunta en qué cree o cómo vive aquel que llega. El anfitrión que ofrece, que da hospitalidad, es el que toma del Otro su dignidad humana, y acepta la versatilidad propia de la condición humana. El anfitrión que recibe a los Otros con los brazos abiertos no hace preguntas, no interroga. Negarles a las demás xenias el derecho a creer en lo que creen es desviar la hospitalidad hacia la hostilidad.

Los curas no se divorcian porque no se casan. El Vaticano no acepta embajadores divorciados. Esto es: rechaza las culturas diferentes, la diversidad, los complejos tejidos y contratos sociales que han dado como fruto otras maneras de vivir que las que acepta el Vaticano. Lo que hace este Papa es recibir hospitalariamente sólo a aquellos que no ponen en cuestión el dogma de su propia xenia, la católica.

El rechazo a Alberto Iribarne como embajador ante el Vaticano porque está divorciado no dice absolutamente nada sobre Alberto Iribarne. Lo único que dice sobre ese Estado confesional enclavado en Roma es que encarna, hoy, el ejemplo más degradado de la xenofobia.

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